miércoles, 19 de septiembre de 2018

Vacaciones llenas de sorpresas (Parte III y final)



(Parte III y última)




– ¿Contáis con medios?
– Los dos bajamos la cabeza sin saber qué decir.
Al fin  le contamos nuestra aventura: Que nos había encontrado desprevenidos y no sabíamos hasta donde podríamos llegar.
Se levantó del asiento, sin decir nada, y se fue a su dormitorio. Al volver nos entregó un sobre abultado diciendo que era para que le aplicáramos unas misas. Fue una sorpresa más de la Providencia que se encargó regalarnos. Eran billetes de mil liras. Cada billete era más grande que los de España –le llamábamos “sábanas”– y, sin embargo, equivalían a la octava  parte de dinero español. Ni que decir tiene que la despedida fue de lo más cordial.

Al día siguiente, lo primero que hicimos es ver el programa de actos que se iban a celebrar. Habría aquella mañana el acto de presentación de la sesión del Concilio. Nos repartimos el dinero. Eran unas seis mil pesetas para cada uno y marchamos al Vaticano. La plaza de san Pedro parecía un hormiguero. Gentes de distintas razas y, sobre todo, vestimentas de multitud de colores. Sobresalían los tonos rojos de Cardenales, Arzobispos y Obispos. Pero también se veían trajes de jerarquías civiles, de presidentes de Gobierno, de Diplomáticos y distinguidos de diversas naciones. Nos acercamos a la Basílica con la intención de entrar. Pero era una ilusión. Estaban los guardias suizos vigilando para que nadie traspasase una valla que habían puesto alrededor. Nos parecía que habíamos madrugado, pero ya había muchas personas que habían llegado antes que nosotros. Yo me pude colocar muy cerca de una de las puertezuelas por donde podían haber pasado las personalidades con invitación especial. Llegaba la hora en que el Papa entraría en la Basílica y empezó el murmullo y las aglomeraciones para intentar verlo pasar, aunque distinguieran solamente la tiara, que era la parte más alta.
En una de las puertezuelas se oía discusiones y se veían empujones, queriendo ser los primeros para contemplar mejor al Santo Padre. Miré al guardia que estaba junto a mí y le dije, medio en castellano, medio en italiano y, sobre todo, con los puños en ademán de boxeo, que allí había problemas. Me comprendió bien, pues salió disparado para ayudar a su compañero a poner orden.

Vi la puertezuela abierta, sin nadie que pudiera impedirme entrar y fui aprisa hacia adelante con la cabeza baja temiendo que alguien me detuviera. De repente ¡zas!, un golpe, con alguien había tropezado, y fuerte, porque iba deprisa.  Alcé la cabeza, miré y, oh sorpresa, ¡el Papa!. Me entró un escalofrió por el cuerpo y me quedé aturdido. Alcé la vista y observé que Su Santidad Pablo VI me miró con una mezcla de sonrisa y dulzura. Junté mis manos devotamente y, con andar piadoso, me puse detrás de los dos Obispos que le escoltaban. Íbamos a entrar al Templo formando procesión el Santo Padre, dos Obispos delante, dos Obispos detrás y yo. Los cinco formando la escolta del Papa.

La asamblea estalló en aplausos cuando vieron entrar al Pontífice. La Basílica estaba abarrotada de personalidades. Había asientos escalonados a un lado y a otro. Miraba  de reojo para encontrar un pasillo por donde yo pudiera subir para estar en un lugar seguro. Temía que me expulsaran. Era una ilusión participar en esa grandiosa ceremonia. Y lo encontré. Subí lentamente hasta llegar a lo más alto. Vi un asiendo libre al lado de un Obispo ya anciano. Le Miré y le dije que yo era español y pregunté de donde venía, contestando que era brasileño. 
– Permítame que me coloque aquí con Usted –le dije en plan suplicatorio– yo me ofrezco a ayudarle en lo que necesite. Y, por favor, si alguien viene, dígale que hago de secretario suyo, pues no quiero perderme esta solemne ceremonia.
– Bueno –me contestó– está bien, pero cállate que se está oyendo en toda la Basílica Vaticana.
Vi un micrófono cerca y quedé atemorizado.

Habló el Papa, desde la presidencia. Junto a él, los cardenales y personalidades con franjas de distintos colores cruzadas en el pecho, signo claro de ser representantes de diversas naciones y la gran Basílica completamente llena. Fue un discurso muy medido que, después de las acostumbradas salutaciones, exponía los puntos que debían tratarse para su aprobación en las siguientes sesiones. Hubo fervorosos aplausos.
Oteaba todo el ambiente y observé, que frente a mí, en el lado opuesto y en la alturas, alguien levantaba disimuladamente la mano para saludar. No pensaba que se dirigía a mí, había demasiadas personas. ¿Quién podía conocerme a mí allí? En uno de los movimientos que hizo al aplaudir comprobé que era don Francisco. Según después me contaría, había observado mi entrada y convenció al guardia suizo de que él debía estar dentro. Aquella ceremonia era única, tan impresionante que deja huella a cualquier creyente.

Por la tarde, al encontrarnos, don Francisco me expresó que lo había pasado muy bien pero tenía que irse ya a España.
– ¿Pasa algo grave?
– No –me contestó–. Los compañeros que están en la Parroquia no han tenido sus obligadas vacaciones y me esperan.
– Yo me quedo. Tengo que aprovechar esta ocasión que tengo.
No volví más a verlo en Roma. Me dediqué a contemplar aquellos monumentos de los que muchas veces me habían hablado los que antes estuvieron. Y no eran pocos porque casi todos los profesores que teníamos en los estudios habían venido con la categoría de licenciados en la ciudad eterna.

Anunciaron que al día siguiente habría un vía crucis por la tarde, presidido por Su Santidad, que saldría de la Basílica de san Juan de Letrán. No podía perdérmelo. Me presenté media hora antes. Pedí una sobrepelliz, que generosamente me presentaron enseguida. Fui a una de las capillas donde ya había varios sacerdotes revistiéndose. Comencé a ponerme esa prenda blanca eclesiástica. Era ancha y larga. Miraba yo la parte inferior que me llegaba hasta las rodillas. Entonces  oí una voz que dice:
– Y tú ¿qué haces aquí?
Veía a mi lado unos zapatos negros brillantes y una sotana que le llegaba hasta los tobillos. Levanté la cabeza y le miré. Contemplé a un sacerdote alto y fuerte. Gran sorpresa. Era D. Doroteo Fernández, mi Obispo. No me lo podía creer. Apenas habíamos hablado antes, solamente a su llegada a la Diócesis y cuando en el año 1962 hizo la Visita Pastoral al pueblo donde yo estaba. Y por entonces, nuestro trato era lejano, apenas nos conocíamos. Ante este encuentro inesperado, solamente me limité a contestar:
– Pues lo mismo que Usted.
Le conté la aventura que habíamos tenido D. Francisco y yo, y me miraba complaciente. Era la primera vez que lo veía sonreír, siempre lo había visto con temperamento serio. Los que estaban alrededor nos miraban curiosos, contemplando al obispo y su feligrés.

El acto litúrgico fue emocionante. Encabezaba la procesión Pablo VI, portando la cruz de madera. Tras él dos largas filas entonando cantos penitenciales. Hacíamos las paradas en donde un Obispo decía unas breves palabras y recitaba una oración. Así fueron alternándose las oraciones y los cánticos, iluminando la noche antorchas que llevábamos en nuestras manos.
* * *
Al día siguiente quise ver los monumentos más sobresalientes de la ciudad eterna. Preguntando llegué  a Santa María la Mayor, una de las cuatro basílicas patriarcales de Roma, que se comenzó a construir en el siglo V. Me uní a unos peregrinos y sentíamos un gozo especial visitando todos sus espacios, recordando los cristianos que allí oraron recibiendo la fortaleza de la fe cristiana.  Es de admirar la combinación de estilos artísticos, el techo artesonado dorado del siglo XV, mosaicos del siglo V y sus hermosas capillas.
Tenía mucho interés en ver la Plaza de España, que en muchas ocasiones vi por televisión la celebración de un acto el día 8 de diciembre. Es un lugar típico, invadido siempre por numerosos visitantes,  con la famosa escalinata de la Trinidad de los Montes, llena de flores,  la bonita Fuente de la Barca. Una elevada columna sostiene la imagen de la Inmaculada.
No podía marcharme sin conocer in situ El Coliseo,  obra  colosal que empezó a construirse en el año 72 después de Cristo, uno de los símbolos principales de la ciudad, bien conocido en el mundo. Paseé por todo este anfiteatro, me senté en la cavea y me parecía contemplar la lucha de los gladiadores que se revolcaban en la arena y al emperador y senadores que desde el podium señalaban al vencedor.

Y ¿cómo podría olvidarme de las famosas catacumbas?. Me dirigí a la vía Appia Antica y continué hasta llegar a las catacumbas de san Calixto. Había varios grupos esperando su turno. Me agregué al turno que esperaba ya entrar. Eran alemanes, pero no me importaba el idioma, no podía perderme esta ocasión de verlas. Después sería tarde y se cerraría la entrada.
Recorrí los estrechos laberintos cargados de historia martirial, con sus pequeños y numerosos nichos rectangulares tallados en las paredes, y los coquetos espacios en donde celebraban el ágape. Realizados en los siglos I y V por los primeros cristianos. Me impresionó la blanca efigie de santa Cecilia tendida en el suelo y con sus dedos indicando a un solo Dios y tres personas.
* * *
Tenía que marcharme de la ciudad eterna. Llevaba cuatro días y estaba  muy solo. Pero me interesaba ver algunas ciudades italianas, especialmente Génova, la cuna de Colón, personaje que hizo la hazaña de descubrir América, para lo cual la Catedral de Badajoz es de las que más contribuyó económicamente, así como el acompañamiento de los conquistadores extremeños.
Me despedí del Hotel. Vestido con la sotana sucia por el callejeo que había tenido estos días y con una pequeña maleta de mis ropas personales y algunos libros, me dirigí a la estación de ferrocarril “Términi”.
El tren tenía los asientos cómodos, pero de pie, junto a la ventanilla, se contemplaban los paisajes hermosos de los valles, los ríos y los árboles que huían velozmente. La gente se apresuraba en las estaciones, con el deseo de entrar los primeros. En la estación de Génova observé un grupo de personas que rodeaban atentas a un hombre con chaqueta y pantalones rasgados, que cantaba con violín entre sus manos. Miré detenidamente los rostros de una y otra persona, mujer u hombre, para ver a quién podía preguntar dónde encontraría sitio para dormir. Decidí seguir la vía deseando encontrar una sotana, pues me parecía que entre colegas habría más comprensión. Llegué a una pequeña plaza en donde jugaban a la pelota unos niños. Me acerqué a uno y le pregunté dónde podría dormir, haciéndole gestos con la mano en la cara e inclinando la cabeza para que me comprendiera mejor. Gritó:
– ¡Es espagnuolo!
Y empezaron todos a jugar a los toros dando pases de toreo unos a otros, intercalando la voz de “¡El Cordobés! Estaba entonces en boga, en sus mejores tiempos ese torero y lo había oído muchas veces por las emisoras de radio y televisión. Insistí al niño con la misma pregunta,  me hizo señales con la mano que le siguiera.
Subimos por una carretera llena de curvas. Yo estaba intrigado por ese caminar y le insistí lo que deseaba, pero él seguía adelante. Le entendí que me llevaba con un español. Llegamos a un convento. Llamó a la puerta y salió el superior de los frailes.  Me recibió con cortesía y palabras amables. Era español y le dio alegría encontrarse con un paisano, tanta alegría como a mí.
Volví la cabeza para ver al niño y darle un obsequio por el gran favor que me había hecho. Pero el niño se había ido ya a jugar.

El monje me señaló una habitación donde podía hospedarme y fuimos al comedor. Estaban cenando todos los estudiantes en silencio. Dio una palmada y dijo:
–Tenemos un español entre nosotros. Podéis hablar.
Se formó un guirigay dialogando todos. Me preguntaban por cosas de España. Así pasó aquella comida  agradable. Señaló a uno de los estudiantes para que me acompañara y enseñara los monumentos más significativos de Génova.

Al día siguiente recorrimos la ciudad, de más de 600.000 habitantes, capital de la región de Liguria. Contemplé la casa donde, según ellos, nació Cristóbal Colón, que  estaba solitaria rodeada de hierba. Entramos en la Catedral, construida en el siglo XII, muy hermosa, con bonita cúpula. La Iglesia de san Mateo, construida en el mismo siglo y en donde me llevé la grata sorpresa de oír el canto gregoriano. Me llevaron al puerto, el más importante  de Italia y el segundo  en importancia del Mediterráneo, con la torre Lentería, antiguo faro y símbolo de la ciudad. Se empeñó enseñarme el cementerio que, según decía, era digno de verse. Fuimos en coche. Paró repentinamente el vehículo en medio de la carretera.
– ¿Qué pasa? –dije.
– Que hay un gato. Nosotros respetamos mucho a este animal, porque durante la segunda guerra mundial nos dio de comer.
Sentí un cosquilleo en el estómago. Callé. Imaginaba a mozalbetes corriendo tras el animal con palos para cazarlo, tal como vi en un lugar de España.
El cementerio era, efectivamente, digno de verse. Había unos mausoleos magníficos y abundantes. Largo tiempo observando las obras de arte y las frases cariñosas y significativas.
En la cena de aquella noche surgió la conversación de la guerra civil española y que ellos querían conocer. Dijeron algunos que gracias a los soldados italianos la ganó el General Franco. No me gustó oír eso en el tono que lo decían, pues era descalificar al ejército español. Y surgió la discusión.
            A día siguiente les dije que tenía que marcharme. Y así lo hice, vía ferrocarril, no sin antes agradecerles su hospitalidad. En España conté mi experiencia. Y en la parroquia me esperaban para seguir el trabajo apostólico. El pueblo seguía igual.


                                   ________ Fin _____________

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