(Parte III y última)
–
¿Contáis con medios?
– Los
dos bajamos la cabeza sin saber qué decir.
Al
fin le contamos nuestra aventura: Que
nos había encontrado desprevenidos y no sabíamos hasta donde podríamos llegar.
Se
levantó del asiento, sin decir nada, y se fue a su dormitorio. Al volver nos
entregó un sobre abultado diciendo que era para que le aplicáramos unas misas.
Fue una sorpresa más de la Providencia que se encargó regalarnos. Eran billetes
de mil liras. Cada billete era más grande que los de España –le llamábamos “sábanas”–
y, sin embargo, equivalían a la octava
parte de dinero español. Ni que decir tiene que la despedida fue de lo
más cordial.
Al día siguiente, lo
primero que hicimos es ver el programa de actos que se iban a celebrar. Habría
aquella mañana el acto de presentación de la sesión del Concilio. Nos
repartimos el dinero. Eran unas seis mil pesetas para cada uno y marchamos al
Vaticano. La plaza de san Pedro parecía un hormiguero. Gentes de distintas
razas y, sobre todo, vestimentas de multitud de colores. Sobresalían los tonos
rojos de Cardenales, Arzobispos y Obispos. Pero también se veían trajes de
jerarquías civiles, de presidentes de Gobierno, de Diplomáticos y distinguidos
de diversas naciones. Nos acercamos a la Basílica con la intención de entrar. Pero
era una ilusión. Estaban los guardias suizos vigilando para que nadie
traspasase una valla que habían puesto alrededor. Nos parecía que habíamos
madrugado, pero ya había muchas personas que habían llegado antes que nosotros.
Yo me pude colocar muy cerca de una de las puertezuelas por donde podían haber
pasado las personalidades con invitación especial. Llegaba la hora en que el
Papa entraría en la Basílica y empezó el murmullo y las aglomeraciones para
intentar verlo pasar, aunque distinguieran solamente la tiara, que era la parte
más alta.
En
una de las puertezuelas se oía discusiones y se veían empujones, queriendo ser
los primeros para contemplar mejor al Santo Padre. Miré al guardia que estaba
junto a mí y le dije, medio en castellano, medio en italiano y, sobre todo, con
los puños en ademán de boxeo, que allí había problemas. Me comprendió bien,
pues salió disparado para ayudar a su compañero a poner orden.
Vi la puertezuela abierta, sin nadie que pudiera impedirme entrar y fui aprisa hacia adelante
con la cabeza baja temiendo que alguien me detuviera. De repente ¡zas!,
un golpe, con alguien había tropezado, y fuerte, porque iba deprisa. Alcé la cabeza, miré y, oh sorpresa,
¡el Papa!. Me entró un escalofrió por el cuerpo y me quedé aturdido. Alcé la
vista y observé que Su Santidad Pablo VI me miró con una mezcla de sonrisa y
dulzura. Junté mis manos devotamente y, con andar piadoso, me puse detrás de
los dos Obispos que le escoltaban. Íbamos a entrar al Templo formando procesión
el Santo Padre, dos Obispos delante, dos Obispos detrás y yo. Los cinco
formando la escolta del Papa.
La asamblea estalló en aplausos cuando vieron entrar al Pontífice. La Basílica estaba abarrotada de
personalidades. Había asientos escalonados a un lado y a otro. Miraba de reojo para encontrar un pasillo por donde
yo pudiera subir para estar en un lugar seguro. Temía que me expulsaran. Era
una ilusión participar en esa grandiosa ceremonia. Y lo encontré. Subí
lentamente hasta llegar a lo más alto. Vi un asiendo libre al lado de un Obispo
ya anciano. Le Miré y le dije que yo era español y pregunté de donde venía,
contestando que era brasileño.
–
Permítame que me coloque aquí con Usted –le dije en plan suplicatorio– yo me
ofrezco a ayudarle en lo que necesite. Y, por favor, si alguien viene, dígale
que hago de secretario suyo, pues no quiero perderme esta solemne ceremonia.
–
Bueno –me contestó– está bien, pero cállate que se está oyendo en toda la
Basílica Vaticana.
Vi un
micrófono cerca y quedé atemorizado.
Habló el Papa, desde la presidencia. Junto a él, los cardenales y personalidades con franjas de distintos
colores cruzadas en el pecho, signo claro de ser representantes de diversas
naciones y la gran Basílica completamente llena. Fue un discurso muy medido
que, después de las acostumbradas salutaciones, exponía los puntos que debían
tratarse para su aprobación en las siguientes sesiones. Hubo fervorosos
aplausos.
Oteaba
todo el ambiente y observé, que frente a mí, en el lado opuesto y en la
alturas, alguien levantaba disimuladamente la mano para saludar. No pensaba que
se dirigía a mí, había demasiadas personas. ¿Quién podía conocerme a mí allí?
En uno de los movimientos que hizo al aplaudir comprobé que era don Francisco.
Según después me contaría, había observado mi entrada y convenció al guardia
suizo de que él debía estar dentro. Aquella ceremonia era única, tan
impresionante que deja huella a cualquier creyente.
Por la tarde, al
encontrarnos, don Francisco me expresó que lo había pasado muy bien pero tenía
que irse ya a España.
–
¿Pasa algo grave?
– No
–me contestó–. Los compañeros que están en la Parroquia no han tenido sus
obligadas vacaciones y me esperan.
– Yo
me quedo. Tengo que aprovechar esta ocasión que tengo.
No
volví más a verlo en Roma. Me dediqué a contemplar aquellos monumentos de los
que muchas veces me habían hablado los que antes estuvieron. Y no eran pocos
porque casi todos los profesores que teníamos en los estudios habían venido con
la categoría de licenciados en la ciudad eterna.
Anunciaron que
al día siguiente habría un vía crucis por la tarde, presidido por Su
Santidad, que saldría de la Basílica de san Juan de Letrán. No podía
perdérmelo. Me presenté media hora antes. Pedí una sobrepelliz, que
generosamente me presentaron enseguida. Fui a una de las capillas donde ya
había varios sacerdotes revistiéndose. Comencé a ponerme esa prenda blanca
eclesiástica. Era ancha y larga. Miraba yo la parte inferior que me llegaba
hasta las rodillas. Entonces oí una voz
que dice:
– Y
tú ¿qué haces aquí?
Veía
a mi lado unos zapatos negros brillantes y una sotana que le llegaba hasta los
tobillos. Levanté la cabeza y le miré. Contemplé a un sacerdote alto y fuerte.
Gran sorpresa. Era D. Doroteo Fernández,
mi Obispo. No me lo podía creer. Apenas habíamos hablado antes, solamente a
su llegada a la Diócesis y cuando en el año 1962 hizo la Visita Pastoral al
pueblo donde yo estaba. Y por entonces, nuestro trato era lejano, apenas nos
conocíamos. Ante este encuentro inesperado, solamente me limité a contestar:
–
Pues lo mismo que Usted.
Le
conté la aventura que habíamos tenido D. Francisco y yo, y me miraba
complaciente. Era la primera vez que lo veía sonreír, siempre lo había visto
con temperamento serio. Los que estaban alrededor nos miraban curiosos,
contemplando al obispo y su feligrés.
El acto litúrgico fue
emocionante. Encabezaba la procesión Pablo VI, portando la cruz de madera. Tras
él dos largas filas entonando cantos penitenciales. Hacíamos las paradas en
donde un Obispo decía unas breves palabras y recitaba una oración. Así fueron
alternándose las oraciones y los cánticos, iluminando la noche antorchas que
llevábamos en nuestras manos.
* * *
Al día siguiente
quise ver los monumentos más sobresalientes de la ciudad eterna. Preguntando
llegué a Santa María la Mayor,
una de las cuatro basílicas patriarcales de Roma, que se comenzó a construir en
el siglo V. Me uní a unos peregrinos y sentíamos un gozo especial visitando
todos sus espacios, recordando los cristianos que allí oraron recibiendo la
fortaleza de la fe cristiana. Es de
admirar la combinación de estilos artísticos, el techo artesonado dorado del
siglo XV, mosaicos del siglo V y sus hermosas capillas.
Tenía
mucho interés en ver la Plaza de España, que en muchas ocasiones vi por
televisión la celebración de un acto el día 8 de diciembre. Es un lugar típico,
invadido siempre por numerosos visitantes,
con la famosa escalinata de la Trinidad de los Montes, llena de
flores, la bonita Fuente de la Barca.
Una elevada columna sostiene la imagen de la Inmaculada.
No
podía marcharme sin conocer in situ El Coliseo, obra
colosal que empezó a construirse en el año 72 después de Cristo, uno de
los símbolos principales de la ciudad, bien conocido en el mundo. Paseé por
todo este anfiteatro, me senté en la cavea y me parecía contemplar la
lucha de los gladiadores que se revolcaban en la arena y al emperador y
senadores que desde el podium señalaban al vencedor.
Y
¿cómo podría olvidarme de las famosas catacumbas?. Me dirigí a la vía
Appia Antica y continué hasta llegar a las catacumbas de san Calixto. Había
varios grupos esperando su turno. Me agregué al turno que esperaba ya entrar.
Eran alemanes, pero no me importaba el idioma, no podía perderme esta ocasión
de verlas. Después sería tarde y se cerraría la entrada.
Recorrí
los estrechos laberintos cargados de historia martirial, con sus pequeños y
numerosos nichos rectangulares tallados en las paredes, y los coquetos espacios
en donde celebraban el ágape. Realizados en los siglos I y V por los primeros
cristianos. Me impresionó la blanca efigie de santa Cecilia tendida en
el suelo y con sus dedos indicando a un solo Dios y tres personas.
* * *
Tenía
que marcharme de la ciudad eterna.
Llevaba cuatro días y estaba muy solo.
Pero me interesaba ver algunas ciudades italianas, especialmente Génova,
la cuna de Colón, personaje que hizo la hazaña de descubrir América, para lo
cual la Catedral de Badajoz es de las que más contribuyó económicamente, así
como el acompañamiento de los conquistadores extremeños.
Me
despedí del Hotel. Vestido con la sotana sucia por el callejeo que había tenido
estos días y con una pequeña maleta de mis ropas personales y algunos libros,
me dirigí a la estación de ferrocarril “Términi”.
El
tren tenía los asientos cómodos, pero de pie, junto a la ventanilla, se
contemplaban los paisajes hermosos de los valles, los ríos y los árboles que
huían velozmente. La gente se apresuraba en las estaciones, con el deseo de
entrar los primeros. En la estación de Génova observé un grupo de personas que
rodeaban atentas a un hombre con chaqueta y pantalones rasgados, que cantaba
con violín entre sus manos. Miré detenidamente los rostros de una y otra
persona, mujer u hombre, para ver a quién podía preguntar dónde encontraría
sitio para dormir. Decidí seguir la vía deseando encontrar una sotana, pues me
parecía que entre colegas habría más comprensión. Llegué a una pequeña plaza en
donde jugaban a la pelota unos niños. Me acerqué a uno y le pregunté dónde
podría dormir, haciéndole gestos con la mano en la cara e inclinando la cabeza
para que me comprendiera mejor. Gritó:
– ¡Es
espagnuolo!
Y
empezaron todos a jugar a los toros dando pases de toreo unos a otros,
intercalando la voz de “¡El Cordobés! Estaba entonces en boga, en sus
mejores tiempos ese torero y lo había oído muchas veces por las emisoras de
radio y televisión. Insistí al niño con la misma pregunta, me hizo señales con la mano que le siguiera.
Subimos
por una carretera llena de curvas. Yo estaba intrigado por ese caminar y le
insistí lo que deseaba, pero él seguía adelante. Le entendí que me llevaba con
un español. Llegamos a un convento. Llamó a la puerta y salió el superior de
los frailes. Me recibió con cortesía y
palabras amables. Era español y le dio alegría encontrarse con un paisano,
tanta alegría como a mí.
Volví
la cabeza para ver al niño y darle un obsequio por el gran favor que me había
hecho. Pero el niño se había ido ya a jugar.
El monje me señaló una habitación donde podía hospedarme y fuimos al comedor. Estaban cenando todos los
estudiantes en silencio. Dio una palmada y dijo:
–Tenemos
un español entre nosotros. Podéis hablar.
Se
formó un guirigay dialogando todos. Me preguntaban por cosas de España. Así
pasó aquella comida agradable. Señaló a
uno de los estudiantes para que me acompañara y enseñara los monumentos más
significativos de Génova.
Al
día siguiente recorrimos la ciudad, de más de 600.000 habitantes,
capital de la región de Liguria. Contemplé la casa donde, según ellos,
nació Cristóbal Colón, que estaba
solitaria rodeada de hierba. Entramos en la Catedral, construida en el
siglo XII, muy hermosa, con bonita cúpula. La Iglesia de san Mateo,
construida en el mismo siglo y en donde me llevé la grata sorpresa de oír el
canto gregoriano. Me llevaron al puerto, el más importante de Italia y el segundo en importancia del Mediterráneo, con la torre
Lentería, antiguo faro y símbolo de la ciudad. Se empeñó enseñarme el cementerio
que, según decía, era digno de verse. Fuimos en coche. Paró repentinamente el
vehículo en medio de la carretera.
–
¿Qué pasa? –dije.
– Que
hay un gato. Nosotros respetamos mucho a este animal, porque durante la segunda
guerra mundial nos dio de comer.
Sentí
un cosquilleo en el estómago. Callé. Imaginaba a mozalbetes corriendo tras el
animal con palos para cazarlo, tal como vi en un lugar de España.
El
cementerio era, efectivamente, digno de verse. Había unos mausoleos magníficos
y abundantes. Largo tiempo observando las obras de arte y las frases cariñosas
y significativas.
En la
cena de aquella noche surgió la conversación de la guerra civil española y que
ellos querían conocer. Dijeron algunos que gracias a los soldados italianos la
ganó el General Franco. No me gustó oír eso en el tono que lo decían, pues era
descalificar al ejército español. Y surgió la discusión.
A
día siguiente les dije que tenía que marcharme. Y así lo hice, vía ferrocarril,
no sin antes agradecerles su hospitalidad. En España conté mi experiencia. Y en
la parroquia me esperaban para seguir el trabajo apostólico. El pueblo seguía
igual.
________ Fin _____________
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