miércoles, 19 de septiembre de 2018

Reencuentro y perdón







REENCUENTRO Y PERDÓN

La madre de Amancio había fallecido. Ella y su esposo acompañaron siempre a su hijo. Últimamente vivían en la casa parroquial del pueblo. El esposo había sido hombre de campo y ahora, ya anciano, se entretenía en el huerto que tenían tras la vivienda. Ella hacía un gazpacho extremeño que a su hijo le encantaba. Cuidada de las comidas y de las labores propias de la casa. Vivían felices.
De niño, Amancio dijo un día a su madre que quería estudiar para cura. Fue una tarde  de primavera que ella recordaría emocionaba. Llevó las manos al pecho y elevó su vista a los cielos. Era una decisión con la que ella había soñado muchas veces. Aquel día fue a la Iglesia a postrarse de rodillas ante la Virgen Santísima. Se quedó mirando a la bendita imagen y musitando oraciones.


La noticia voló más que las gaviotas. Un grupo de mujeres lo comentaban en la plaza del pueblo. La señora Sebastiana corrió alegre a darle la enhorabuena a la madre que creía dichosa. Otras quedaban indiferentes.
            No hay cosa en el mundo como un hijo –dijo a Sebastiana, abrazándose mutuamente. Verle crecer, ver sus primeros pasos, oírle cuando empezaba a hablar. Ahora me invade una emoción entrañable al oírle que quiere ser sacerdote. Mi marido también está contento.
Amancio ingresó en el Seminario Diocesano de Badajoz y se preparó para ser sacerdote. Todos los días, oía la campana bronceada que, con su férreo badajo, le hacía levantar de madrugada, que volvía a sonar para ir a misa, para ir a los estudios, para ir a las clases, para salir a los recreos que distraían los esfuerzos acumulados. La campana aquella no le dejaba tranquilo. Pero esa espina que azuzaba su mente era un  acicate para lograr la carrera eclesiástica. Solventaba todas las dificultades que encontraba, poniendo su empeño para prepararse bien en los estudios y seguir adelante. Es la vida normal de los seminaristas.

El pésame.
Una mañana iba el obispo a una reunión arciprestal, que se organizaba en una ciudad populosa y teníamos que pasar tangencialmente por el pueblo en donde ya ejercía de párroco D. Amancio. Era delgado como un ermitaño penitente. Tenía ademanes nerviosos. Sentado en una silla, se levantaba como un pájaro.
Sin quitar la vista de la carretera, me atreví a comunicar la noticia:
            Sr. Obispo, a D. Amancio se le ha muerto la madre.
Silencio, solo se oía el viento que rozaba la chapa del coche. Pasamos el pueblo varios kilómetros. Pensé que el Obispo no me había oído bien. Y volvía a decir:
       ¿A D. Amancio hace dos días que se le ha muerto su madre.
     ¿Tenemos tiempo?
        Sí. El coche responde bien.
        Pues vuelve.
Llegamos hasta la vivienda del Sr. Cura. El Obispo quedó dentro del coche. Yo llamé a la puerta, que estaba entreabierta. Di con fuerte voz:
        ¡D. Amancio!
Traspasé el umbral de su casa. Seguí adelante y volví a repetir:
                ¡D. Amancio!
Yo tenía amistad con él. Habíamos entablado conversación en varias ocasiones y lo apreciaba.
Vi una puerta abierta en lado izquierdo. Oí hablar. Era él, que daba clases a unos niños. Después supe que eran los monaguillos. Rodeaban una mesa y él estaba sentado ante ella. La sala servía de despacho parroquial.
Apenas me vio, se puso de pié y, levantando los brazos, fue a saludarme con regocijo.
    ¡No vendrá el obispo! –me voceó.
Sabía que era normal, aunque no siempre, que yo le acompañara a visitas y reuniones. Pero él no esperaba su visita.
        No lo quiero ni ver –decía–. No le aguanto. Tengo diferencias con él.
        Pues sí –le dije–. Está ahí y quiere verte.
Dio una palmada:
    Niños, se terminó la clase. Volved mañana a la misma hora.
Salieron los chiquillos dando saltos de alegría hacia la solitaria calle. Solamente habíamos visto pasar a una joven, con vestido deportivo, un bolso colgado en su hombro izquierdo y con papeles en la mano. Al llegar con el coche y con el ruido del motor y el crujir de las ruedas, unas mujeres entreabrieron las puertas de sus casas y asomaban sus rostros. Habían dejado de cocinar (era la hora propicia) y salían a curiosear quién llegaba al pueblo.

Arrepentimiento.   
El Obispo salió del coche y, después del saludo entre el sacerdote y él, entraron en aquella sala, despacho parroquial en que se divisaban estanterías con libros. Cerré la puerta.  Quedaron solos. No se sentían voces, ni ruidos de olas polémicas.
Salí a hablar con los niños que se habían quedado en la calle. Me preguntaban por las costumbres del Obispo. Ellos no le conocían. Y se quedaban con la  boca abierta escuchando las cosas que el Obispo hacía.
Cuando pasaron algo más de diez minutos sentí que salían los interlocutores. El Obispo preguntó:
      ¿Y tu padre?
      Está dentro, en el corral.

Mientras el Obispo iba hacia dentro, el cura me cogió del brazo. Me sacó a la calle y comenzó a decirme:
    Estoy emocionado y pesaroso. Mira, yo he hablado mal del Obispo. He dicho barbaridades de él. Tuvimos, hace meses, una conversación y no nos entendíamos. Discutimos. Desde entonces he tenido una  repulsa hacia él que me han hecho decir cosas, que son verdaderamente injuriosas contra su persona. Hoy he comprobado que es un santo. Ha venido a darme el pésame.
Comenzó a llorar. Al verle derramar lágrimas, no me pude contener:
        Eso es normal en un Obispo.
– Lo será. Pero me ha hablado de una manera tan convencida, comprendiendo mi situación y con palabras tan cariñosas, que me han hecho ver con claridad que he sido injusto con él. Es un santo, un  santo. Yo estaba pensando en salirme del sacerdocio, pero por ahora no lo haré. Quiero seguir  a disposición de este hombre. Me ha demostrado ser “un caballero”.

Emprendimos de nuevo el viaje. Cuando llegamos a la ciudad, ya hacía varios minutos que estaban reunidos los sacerdotes. Criticaban al Obispo por su tardanza, recordando lo puntual que siempre era. El Obispo callaba. Tuve que explicar que habíamos parado a saludar a Amancio.

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