CAMPO DE FÚTBOL CONVERTIDO EN IGLESIA
Confiere
Órdenes Sacerdotales.
Una
de las celebraciones en las que el Obispo confiere las órdenes sacerdotales fue
el 29 de Junio de 1969. Se hizo en el
Estadio Municipal de Mérida. En esta Ciudad estaba concentrada la Juventud
Rural Católica (JCAR) de toda la provincia. Quieren participar. Será la
clausura de su curso anual, el broche de oro de todas las reuniones que habían
tenido. El Obispo accede a ello.
Van a ser ordenados
diez nuevos presbíteros.
El escenario lo preparan con
meticulosidad diversos organismos de la localidad. En el centro del verde
césped del campo de fútbol, colocan una tarima, sobre la que está el Altar. A
los lados, unos bancos para los ordenandos.
Asisten las Autoridades de
Mérida, los familiares de los futuros sacerdotes, más de 50 presbíteros de la
provincia, unos 1.500 jóvenes y mucho público. Oficiará la sagrada ceremonia el
Sr. Obispo Administrador Apostólico, acompañado de sus Vicarios, Arcipreste y
ayudantes de liturgia.
Ceremonia.
La ceremonia comenzó a las
siete y media de la tarde. La liturgia es como siempre, igual que en los
templos sagrados.
El Obispo con sus ornamentos
episcopales. Los ordenandos visten con amito, alba y estola diaconal. Todo de
blanco. Comienza un canto religioso. La gente mira al Obispo y a los emocionados muchachos que están de pié y
tienen sus ojos fijos en el Prelado.
Se hace un silencio que solo
permite el silbido suave del viento y el aleteo de unas palomas que cruzan el
campo de fútbol. El Obispo los mira detenidamente y pronuncia los nombres de
cada uno. Son diez. Ellos responden de su presencia. Han dicho su nombre con
voz fuerte, pues quieren se les oiga bien, que están allí, que quieren recibir
los dones del Espíritu.
Educador.
Es un momento de tensión.
Todos los fieles miran a un sacerdote que se coloca entre el Obispo y los
ordenandos. Es uno de los colaboradores en la formación de los candidatos.
Viste de sotana negra cubierta con sobrepelliz blanca y fino bordado, su
postura es elegante, bien cuidados los pocos pelos que le quedan en la cabeza,
le brillan los zapatos negros. Se dirige al Prelado y le pide en nombre de la
Iglesia, con voz clara y suplicante, se les confiera el Orden Sagrado del
Presbiterado. El Prelado levanta la cabeza, le mira y le contesta con una
pregunta:
– ¿Sabes si son dignos?
– Según el parecer de quienes los presentan,
después de consultar al pueblo cristiano, doy testimonio de que han sido
considerados dignos.
El
Obispo promete que son elegidos con el
auxilio de Dios y de Jesucristo. Primero, quiere asegurarse bien de sus
intenciones. Y ante las preguntas que hace, los designados van respondiendo que
están dispuestos a desempeñar siempre el ministerio sacerdotal como buenos
colaboradores del Orden Episcopal, que realizarán la predicación del Evangelio
y la exposición de la fe católica con dedicación y sabiduría, que están
dispuestos a celebrar fielmente los misterios de Cristo, especialmente el
sacrificio de la Eucaristía y el sacramento de la Reconciliación, que serán
solícitos a invocar la misericordia divina por el pueblo que le sea
encomendado.
Julián, que es
uno de los jóvenes, se acerca al Obispo,
se postra de rodillas ante él y oye que le dice:
·
¿Prometes respeto
y obediencia a tu Obispo?
·
¡Prometo!
–contesta con voz firme.
Todos los
fieles presentes veíamos que José, Casimiro, Juan José, Mateo, Javier, Enrique, Pedro María, Antonio
y Manuel miran nerviosos a su compañero y, cuando se levanta, se van acercando
uno a uno para hacer lo mismo. Eran los elegidos.
Momento de
emoción. El campo de fútbol, convertido hoy en Iglesia, se llena de plegaria
musical. El Coro interpreta las letanías de los santos mientras ellos están
postrados en el suelo y los fieles de rodillas. Piden ayuda para ese ministerio
que libremente han escogido. En todo el espacio se oye retumbar el ruego que se
hace a los santos: Te rogamos óyenos.
Apenas se han
puesto de pié al terminar las letanías, todos los sacerdotes que asisten a la
ceremonia, empezando por el Obispo, imponen, conmovidos, las manos sobre la cabeza de cada uno de los diez jóvenes.
Son momentos de expectación. Los que se consideran más allegados, tardan más.
Siempre hay alguien que les hacen señas de que otros esperan colocar sus manos,
posándolas unos con fuerza y otros suavemente.
La ceremonia
va finalizando. Pero antes de comenzar la Eucaristía, el Obispo le unge las palmas de las manos con el sagrado
Crisma, el que se consagró el último Jueves Santo y les deposita el pan y el
vino. Terminan vistiéndoseles con la estola y casulla, distintivo del
sacerdote. Ellos miran con humildad al pueblo. Las gentes sonríen, tienen ganas
de aplaudir, pero lo sustituyen, por respeto a la devota ceremonia, levantando
las cabezas para mostrarles su contento con la mirada, lanzada como flecha de
amor sincero.
Ya son
sacerdotes. Como tales deben ser considerados. La Eucaristía la celebran con el
Obispo, estrecha unión del sacerdocio de Cristo.
Las homilías a
los nuevos presbíteros.
En todas las
Órdenes Sacerdotales que confiere el Sr. Obispo, les predica a los ordenandos
sobre la importancia del acto y compromisos sacerdotales.
Las palabras
pronunciadas por D. Doroteo, en estas ocasiones, se comentaban elogiosamente.
Eran consideradas como una exposición clara, práctica y evangélica de lo que
debían conocer los nuevos presbíteros:
“Sabéis que en
la economía religiosa del Nuevo Testamento no existe más que un solo y
verdadero sacerdocio, el de Jesucristo, único mediador entre Dios y los hombres
(1 Tim., 2, 5) pero en virtud del sacramento del Orden, vosotros os habéis
hecho partícipes del sacerdocio de Cristo, a tal extremo que vosotros no
solamente representáis a Cristo, no solo ejercéis su ministerio, sino que vivís
a Cristo. Cristo vive en vosotros; podéis decir, que en cuanto estáis asociados
a Él en un grado tan alto y tan pleno de participación en su misión de
salvación, como decía san Pablo de sí: vivo yo, mas ya no yo, es Cristo el
que vive en mí…
Sencillamente
tratamos de resumir en una sola palabra todo lo que se puede decir y pensar
sobre el acontecimiento de la ordenación sacerdotal que está a punto de
realizarse en vosotros. Y la palabra es transmisión. Transmisión de una
potestad divina, de una capacidad de acción prodigiosa, tal como corresponde solamente
a Cristo...
Figuraos que
Cristo mediante la imposición de nuestras manos y las palabras significativas, bajó de lo Alto y os
infunde su Espíritu para haceros a
vosotros sus ministros eficaces, haceros a vosotros mismos vehículos de la
palabra y de la gracia...
¡Lo que sucede en vosotros
por la ordenación sacerdotal produce verdadero vértigo! ¿Cómo daré gracias al Señor por todo cuanto me concede? Puede
decir cada uno, al sentirse investido de la acción trasformadora del Espíritu
Santo. Vosotros os convertís para vosotros mismos en objeto de admiración y de
veneración. No lo olvidéis jamás...”
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