miércoles, 19 de septiembre de 2018

Vacaciones llenas de sorpresas (Parte II)







En Madrid nos esperaba un señor, elegantemente vestido, con corbata de franjas rojas formando unos cuadros color verde oscuro, era mejicano. Nos condujo al Palacio donde se celebraba el encuentro. Magnífico palacio. Es el que ahora (año 2004) utiliza el Tribunal Constitucional. En un gran salón estaban reunidos todos los asistentes. El de Méjico sacó unos folios y comenzó a leer. Nombraba a cada uno de los Arzobispos y Obispos, así como el lugar de su procedencia, e indicaba a dónde tenía que hospedarse. Después fue nombrando a los sacerdotes, indicado su diócesis, y le señalaba igualmente su hospedaje. Me quedé yo solo allí, de pié sin saber qué hacer. No estaba en la lista. Reaccioné y me froté las manos. Me veía libre de compromisos. Pero me duró poco ese pensamiento. No sé quien se lo diría, porque llegó inmediatamente después de despedir al último y me dijo que yo iría a la Residencia de Pío XII, con los obispos de Filipinas. Una docena de Obispos, vestidos con sotana de ribetes y botonadura roja, sentados en mesas de cuatro, cenaban. Yo era el único sacerdote y me llamaban para sentarme con ellos. Tuve que alternar de mesa en sucesivos días. Querían charlar conmigo. Ellos me contaban las cosas de Filipinas y yo les hablaba de las cosas de España y de mi parroquia.
Por la mañana, cada uno se fue a su lugar de reunión. Yo me quedé leyendo. No había pasado una hora cuando entró un hombre que imaginé era un  chofer, porque llevaba una gorra de las que se ponen los que conducen vehículos oficiales. Me hizo un saludo afectuoso y me preguntó a donde deseaba ir.
– No tengo preferencias.
– Tengo el Autobús en la puerta con la orden de llevarlo a donde usted prefiera.
– Quisiera ir a la Puerta del Sol – se me ocurrió decir.
Pasamos por las calles de aquel Madrid inmenso. Como si fuera “alguien” de importancia, solo en un autobús de 50 plazas. Nunca me había ocurrido cosa igual. Yo acostumbraba a ir en bicicleta a los distintos lugares para hacer mi trabajo. 
– ¿Dónde lo recojo?
– Aquí mismo, a las 14 horas.
La mañana entera dediqué a pasear por las hermosas calles de la Capital viendo escaparates, comprando algún libro, visitando la calle Hortaleza donde había hecho, hace ya años, un curso de la incipiente televisión.
Por la tarde pedí programas para asistir a alguna de las reuniones que podían ser interesantes. Fue una gozada observar aquellas discusiones amables y las conversaciones de aquellos prelados. Conversaciones que continuaban en el comedor los obispos filipinos, querían que yo les diera mi opinión de todo. Pobre de mí, un cura joven al lado de unos señores obispos cargados de experiencia. Me mimaban. Todos disputaban para que fuera a su mesa. Todavía recuerdo los puros alargados que algunos fumaban y me ofrecían, después de tomar café.
Llegó la hora de la despedida. Fue en el comedor del gran Palacio. Mesa muy grande, finos manteles blancos con dibujos bordados en colores, cubiertos brillantes, platos, muchos platos, en donde fueron sirviéndonos unos pescados y después unos filetes de carne. Postre de frutas, naranjas, manzanas, peras. No faltó el café. Yo charlaba con don Francisco, que se había separado del lugar de los Obispos y se había venido a mi lado. De repente sentí una mano que se apoyaba en mi hombro derecho y llamaba mi atención. Era el mejicano, director de aquella Organización.
– ¿Qué pasa?
– Nos hemos enterado –me dijo– que pensaba ir a Santiago de Compostela. Aquí tiene el billete de avión. Los Obispos le invitan a ir con ellos.
Me puse nervioso. Y le dije que no me atrevía a ir solo. Don francisco me cogió el brazo. Pensé que lo hacía para que me serenara. Pero su mirada era muy significativa y lo comprendí.
– Bueno –le contesté– podré ir si me acompaña este amigo.
Asintió amablemente con la cabeza. Al poco rato volvía con un billete para él.
La sobremesa terminó con unos discursos de Obispos de diversas naciones. Inmediatamente fuimos a por los equipajes para trasladarnos al aeropuerto. Subimos las escalerillas y tomamos asiento. Sonaron los motores y el avión cogió vuelo. Era la primera vez que yo montaba en un avión. Iba tan a gusto que me dirigí al que tenía al lado:
– ¡Pero si aquí se va más cómodo que en un autobús!
Se reía aquel Obispo a boca abierta y me contaba las veces que él había tenido que viajar obligatoriamente, de esta manera. No había que tener miedo. El peligro está en cualquier sitio.

En la plaza  de Santiago de Compostela esperaba una ingente muchedumbre. Habían acudido personas de toda la provincia. Aplaudían al ver bajar de Autobuses a tantos obispos, eran 72, vestidos con sus ropas rojas y brillantes pectorales. En fila india fueron hacia el Templo cruzando la ancha explanada. Entre ellos iba yo con mi sotana negra. Me veía fuera de sitio. Vi a una mujer que vendía objetos de recuerdos. Me acerqué a ella y le pedí una concha de peregrino que parecía de oro, pero era de lata pintada de amarillo. Le compré una, que me costó 15 pesetas. Me la puse en el pecho. Oía a algunas personas que decían:
– Mira ese lleva una venera, ¿de donde será?
Yo miraba a quienes aplaudían y les inclinaba la cabeza en señal de agradecimiento, igual que hacían los prelados.
En el templo hicieron una ceremonia brillante y movían el botafumeiro con una agilidad pasmosa.

Nos llevaron a cenar al hotel “Reyes Católicos”. Era unas viandas muy apetecibles. Cuando estaba troceando un pescado para quitarle las espinas, se acercó a mí el mejicano y me dijo:
– Irá usted a Roma, ¿verdad?
– ¿Cómo dijo?– exclamé aturdido.
Los obispos filipinos le invitan a ir a Roma. Mire el billete y verá que tiene anotado Madrid–Santiago–Roma. Le manifesté que yo nunca había salido de España y no me atrevía. En ese momento, don Francisco que no se separaba de mi lado, me miró y me dijo en voz baja que era una ocasión no despreciable
– Tendrá que venir este compañero conmigo – me atreví a decirle.
– De acuerdo – dijo.
Y aquel bondadoso mejicano hizo una suave reverencia con la cabeza y despareció. A los postres trajo el billete de avión de D. Francisco, que manifestaba un gozo bien visible en el rostro, tan enrojecido como la botonadura de los Obispos. Emocionado me habló del Vaticano, que era indescriptible y había que verlo y más aún ahora que se juntaba allí toda la aristocracia del mundo. El Coliseo me lo ensalzaba como una obra de arte gigantesca. Las catacumbas en donde se refugiaban los cristianos cuando las persecuciones de Diocleciano. Yo estaba absorto oyendo cuando de repente me dijo:
– ¿Tu tienes dinero?
– Yo no. Llevo consigo la cartilla del banco con mis poquillos ahorros.
– Yo tampoco tengo. Tuve ya las vacaciones y no esperaba esta salida. Ir a otra nación sin dinero es arriesgado. No sabemos con qué nos vamos a encontrar.

Salimos del comedor aprisa. Nos acercamos a los Bancos. Era domingo y estaban cerrados. Preguntamos por algún director y no se hallaba en su casa. Averiguamos las peregrinaciones que allí bullían. Tuvimos suerte. Había una peregrinación extremeña que la dirigía D. Javier. Era un cura muy conocido mío, pensé que podía confiar en él. Había sido preceptor en el Seminario donde yo estudiaba. Era regordete. Se le ponían muy rojos los mofletes cuando tenía que decir algo en serio. No se le tenía mucha simpatía porque su formación era la de estudiante en Roma sin ninguna experiencia social que pudiera orientarnos. Un día  mi amigo Zambrano se le ocurrió decir, en broma, que el infierno no tenía pruebas para defenderse. Al día siguiente apareció en clase D. Javier, serio, con su ancha y reluciente sotana negra, con el rostro enfurecido, y con su rizado pelo. Había llevado a  su mesa de profesor más de una docena de gordos libros que había entresacado de la Biblioteca para leernos muchos párrafos de famosos autores. Estaba nervioso. Nos reíamos por su falta de confianza.
En Santiago de Compostela logré localizarlo. Compraba en una tienda de souvenirs. Le expuse mi inquietud. Necesitaba algún dinero. Yo le ofrecí mi cartilla de Banco para que él sacara el dinero que me prestaba en ese momento. Le hablaba de la ocasión tan extraordinaria que tenía de visitar Roma, de estar cerca del Santo Padre, de conocer el Concilio Vaticano. Ponía tal énfasis que no dudaba tendría premio mi propuesta.
–No, me dijo. El dinero que tengo lo he traído para mis cosas.
Lo miré primero con ojos de angustia, luego con ojos de rabia. Por mucho que le expuse y le recordé de nuestra vida en los estudios y de su vida de párroco que yo creía era comprensivo. Nada hizo efecto.

Llegó la hora de subir al avión y nos lanzamos a la aventura. Nos animábamos don Francisco y yo mutuamente, aunque en nuestro interior teníamos una nube oscura que nos llovía incertidumbres. En el exterior se presentaba un cielo azul, espléndido de sol. Desde la altura, las casas se veían pequeñitas, los pueblos parecían de juguete, los coches como hormigas en un hilo de carretera. Todos íbamos muy tranquilos conversando. De momento, clamamos un “ohhhh” de hondo suspiro que enrareció el aire. Y es que, asustados advertimos que el avión bajaba rápidamente y nuestros intestinos se revolvían. Nadie se atrevió a gritar, pero algunos rostros quedaron pálidos. Inmediatamente apareció el capitán piloto por la puertecita de la cabina, hombre alto, vestido de impecable uniforme, gorra en mano, con finos modales y sonriente.
– No se preocupen. Acabamos de atravesar unas turbulencias. Vamos por los Alpes, el aparato se ha quedado sin aire suficiente y ha bajado, pero ya estamos recuperando la altura.
Las palabras de aquel elegante piloto, nos tranquilizó. Seguimos observando las nubes como copos de algodón.

Llegamos al aeropuerto Fiumicino. Era ya de noche. Esperaban autobuses de distintos hoteles a donde tenía que hospedarse el personal. Fueron nombrando uno a uno a los señores purpurados e indicándole el autobús que debían tomar. A nosotros nadie nos nombraba. Tuvimos la osadía de entrar en el último autobús que quedaba. Llegamos a un hotel. Mientras iban acomodándose, nosotros nos quedamos junto al mostrador, intentando hablar con uno de los empleados que estaban en recepción.
– ¿Se hospeda aquí monseñor Ángel, obispo de Méjico? Es un señor joven que debe venir al Concilio – se le ocurrió preguntar don Francisco.
El conserje cogió un libro de registro y comenzó a pasar hojas, señalando con el dedo índice de su mano diestra los nombres que allí estaban inscritos. Entre tanto, decía mi compañero que en una de las temporadas que estuvo en Méjico, el tal don Ángel era estudiante y le estuvo dando clases. Si diéramos con él, seguro nos orientaría y quizás solucionara algún problema.
– Sí, señores, está en la habitación 54.
– Queremos hablar con él – exclamamos con significativo alivio.
El conserje se fue diligente al teléfono y estuvo hablando.
– Pueden ustedes subir. Vayan al ascensor número 1.
Nos esperaba con la puerta abierta. El Obispo y don Francisco se dieron un abrazo entrañable. Se alegraron los dos. Después de sus primeras salutaciones y recuerdos, me presentó a mí. Le contó cómo habíamos estado en la reunión de los prelados en España y nos habían invitado a  venir a Roma. D. Ángel  no pudo viajar a nuestro país.
– ¿Y donde pensáis ir?



(continúa en PARTE III)

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