En
Madrid nos esperaba un señor, elegantemente vestido, con
corbata de franjas rojas formando unos cuadros color verde oscuro, era
mejicano. Nos condujo al Palacio donde se celebraba el encuentro. Magnífico
palacio. Es el que ahora (año 2004) utiliza el Tribunal Constitucional. En un
gran salón estaban reunidos todos los asistentes. El de Méjico sacó unos folios
y comenzó a leer. Nombraba a cada uno de los Arzobispos y Obispos, así como el
lugar de su procedencia, e indicaba a dónde tenía que hospedarse. Después fue
nombrando a los sacerdotes, indicado su diócesis, y le señalaba igualmente su
hospedaje. Me quedé yo solo allí, de pié sin saber qué hacer. No estaba en la
lista. Reaccioné y me froté las manos. Me veía libre de compromisos. Pero me
duró poco ese pensamiento. No sé quien se lo diría, porque llegó inmediatamente
después de despedir al último y me dijo que yo iría a la Residencia de Pío XII,
con los obispos de Filipinas. Una docena de Obispos, vestidos con sotana de
ribetes y botonadura roja, sentados en mesas de cuatro, cenaban. Yo era el
único sacerdote y me llamaban para sentarme con ellos. Tuve que alternar de
mesa en sucesivos días. Querían charlar conmigo. Ellos me contaban las cosas de
Filipinas y yo les hablaba de las cosas de España y de mi parroquia.
Por
la mañana, cada uno se fue a su lugar de reunión. Yo me quedé leyendo. No había
pasado una hora cuando entró un hombre que imaginé era un chofer, porque llevaba una gorra de las que
se ponen los que conducen vehículos oficiales. Me hizo un saludo afectuoso y me
preguntó a donde deseaba ir.
– No
tengo preferencias.
–
Tengo el Autobús en la puerta con la orden de llevarlo a donde usted prefiera.
–
Quisiera ir a la Puerta del Sol – se me ocurrió decir.
Pasamos
por las calles de aquel Madrid inmenso. Como si fuera “alguien” de importancia,
solo en un autobús de 50 plazas. Nunca me había ocurrido cosa igual. Yo
acostumbraba a ir en bicicleta a los distintos lugares para hacer mi
trabajo.
–
¿Dónde lo recojo?
–
Aquí mismo, a las 14 horas.
La mañana
entera dediqué a pasear por las hermosas calles de la Capital viendo
escaparates, comprando algún libro, visitando la calle Hortaleza donde había
hecho, hace ya años, un curso de la incipiente televisión.
Por
la tarde pedí programas para asistir a alguna de las reuniones que podían ser
interesantes. Fue una gozada observar aquellas discusiones amables y las
conversaciones de aquellos prelados. Conversaciones que continuaban en el
comedor los obispos filipinos, querían que yo les diera mi opinión de todo.
Pobre de mí, un cura joven al lado de unos señores obispos cargados de
experiencia. Me mimaban. Todos disputaban para que fuera a su mesa. Todavía
recuerdo los puros alargados que algunos fumaban y me ofrecían, después de
tomar café.
Llegó
la hora de la despedida. Fue en el comedor del gran Palacio. Mesa muy grande,
finos manteles blancos con dibujos bordados en colores, cubiertos brillantes,
platos, muchos platos, en donde fueron sirviéndonos unos pescados y después
unos filetes de carne. Postre de frutas, naranjas, manzanas, peras. No faltó el
café. Yo charlaba con don Francisco, que se había separado del lugar de los
Obispos y se había venido a mi lado. De repente sentí una mano que se apoyaba
en mi hombro derecho y llamaba mi atención. Era el mejicano, director de
aquella Organización.
–
¿Qué pasa?
– Nos
hemos enterado –me dijo– que pensaba ir a Santiago de Compostela. Aquí tiene el
billete de avión. Los Obispos le invitan a ir con ellos.
Me
puse nervioso. Y le dije que no me atrevía a ir solo. Don francisco me cogió el
brazo. Pensé que lo hacía para que me serenara. Pero su mirada era muy
significativa y lo comprendí.
–
Bueno –le contesté– podré ir si me acompaña este amigo.
Asintió
amablemente con la cabeza. Al poco rato volvía con un billete para él.
La
sobremesa terminó con unos discursos de Obispos de diversas naciones.
Inmediatamente fuimos a por los equipajes para trasladarnos al aeropuerto.
Subimos las escalerillas y tomamos asiento. Sonaron los motores y el avión
cogió vuelo. Era la primera vez que yo montaba en un avión. Iba tan a gusto que
me dirigí al que tenía al lado:
–
¡Pero si aquí se va más cómodo que en un autobús!
Se reía aquel Obispo a boca abierta y me contaba las veces que él
había tenido que viajar obligatoriamente, de esta manera. No había que tener
miedo. El peligro está en cualquier sitio.
En la
plaza de Santiago de Compostela esperaba una ingente muchedumbre. Habían acudido personas de toda la
provincia. Aplaudían al ver bajar de Autobuses a tantos obispos, eran 72,
vestidos con sus ropas rojas y brillantes pectorales. En fila india fueron
hacia el Templo cruzando la ancha explanada. Entre ellos iba yo con mi sotana
negra. Me veía fuera de sitio. Vi a una mujer que vendía objetos de recuerdos.
Me acerqué a ella y le pedí una concha de peregrino que parecía de oro, pero
era de lata pintada de amarillo. Le compré una, que me costó 15 pesetas. Me la
puse en el pecho. Oía a algunas personas que decían:
–
Mira ese lleva una venera, ¿de donde será?
Yo
miraba a quienes aplaudían y les inclinaba la cabeza en señal de
agradecimiento, igual que hacían los prelados.
En el
templo hicieron una ceremonia brillante y movían el botafumeiro con una
agilidad pasmosa.
Nos llevaron a cenar al
hotel “Reyes Católicos”. Era unas viandas muy apetecibles. Cuando estaba
troceando un pescado para quitarle las espinas, se acercó a mí el mejicano y me
dijo:
– Irá
usted a Roma, ¿verdad?
–
¿Cómo dijo?– exclamé aturdido.
Los
obispos filipinos le invitan a ir a Roma. Mire el billete y verá que tiene
anotado Madrid–Santiago–Roma. Le manifesté que yo nunca había salido de España
y no me atrevía. En ese momento, don Francisco que no se separaba de mi lado,
me miró y me dijo en voz baja que era una ocasión no despreciable
–
Tendrá que venir este compañero conmigo – me atreví a decirle.
– De
acuerdo – dijo.
Y
aquel bondadoso mejicano hizo una suave reverencia con la cabeza y despareció.
A los postres trajo el billete de avión de D. Francisco, que manifestaba un
gozo bien visible en el rostro, tan enrojecido como la botonadura de los
Obispos. Emocionado me habló del Vaticano, que era indescriptible y había que
verlo y más aún ahora que se juntaba allí toda la aristocracia del mundo. El
Coliseo me lo ensalzaba como una obra de arte gigantesca. Las catacumbas en
donde se refugiaban los cristianos cuando las persecuciones de Diocleciano. Yo
estaba absorto oyendo cuando de repente me dijo:
– ¿Tu
tienes dinero?
– Yo
no. Llevo consigo la cartilla del banco con mis poquillos ahorros.
– Yo
tampoco tengo. Tuve ya las vacaciones y no esperaba esta salida. Ir a otra
nación sin dinero es arriesgado. No sabemos con qué nos vamos a encontrar.
Salimos del comedor aprisa. Nos acercamos a los Bancos. Era domingo y estaban cerrados.
Preguntamos por algún director y no se hallaba en su casa. Averiguamos las
peregrinaciones que allí bullían. Tuvimos suerte. Había una peregrinación
extremeña que la dirigía D. Javier. Era un cura muy conocido mío, pensé que
podía confiar en él. Había sido preceptor en el Seminario donde yo estudiaba.
Era regordete. Se le ponían muy rojos los mofletes cuando tenía que decir algo
en serio. No se le tenía mucha simpatía porque su formación era la de
estudiante en Roma sin ninguna experiencia social que pudiera orientarnos. Un
día mi amigo Zambrano se le ocurrió
decir, en broma, que el infierno no tenía pruebas para defenderse. Al día
siguiente apareció en clase D. Javier, serio, con su ancha y reluciente sotana
negra, con el rostro enfurecido, y con su rizado pelo. Había llevado a su mesa de profesor más de una docena de
gordos libros que había entresacado de la Biblioteca para leernos muchos
párrafos de famosos autores. Estaba nervioso. Nos reíamos por su falta de
confianza.
En
Santiago de Compostela logré localizarlo. Compraba en una tienda de souvenirs.
Le expuse mi inquietud. Necesitaba algún dinero. Yo le ofrecí mi cartilla de
Banco para que él sacara el dinero que me prestaba en ese momento. Le hablaba
de la ocasión tan extraordinaria que tenía de visitar Roma, de estar cerca del
Santo Padre, de conocer el Concilio Vaticano. Ponía tal énfasis que no dudaba
tendría premio mi propuesta.
–No,
me dijo. El dinero que tengo lo he traído para mis cosas.
Lo
miré primero con ojos de angustia, luego con ojos de rabia. Por mucho que le
expuse y le recordé de nuestra vida en los estudios y de su vida de párroco que
yo creía era comprensivo. Nada hizo efecto.
Llegó
la hora de subir al avión y nos lanzamos a la aventura. Nos animábamos don
Francisco y yo mutuamente, aunque en nuestro interior teníamos una nube oscura
que nos llovía incertidumbres. En el exterior se presentaba un cielo azul,
espléndido de sol. Desde la altura, las casas se veían pequeñitas, los pueblos
parecían de juguete, los coches como hormigas en un hilo de carretera. Todos
íbamos muy tranquilos conversando. De momento, clamamos un “ohhhh” de
hondo suspiro que enrareció el aire. Y es que, asustados advertimos que el
avión bajaba rápidamente y nuestros intestinos se revolvían. Nadie se atrevió a
gritar, pero algunos rostros quedaron pálidos. Inmediatamente apareció el
capitán piloto por la puertecita de la cabina, hombre alto, vestido de
impecable uniforme, gorra en mano, con finos modales y sonriente.
– No
se preocupen. Acabamos de atravesar unas turbulencias. Vamos por los Alpes, el
aparato se ha quedado sin aire suficiente y ha bajado, pero ya estamos
recuperando la altura.
Las
palabras de aquel elegante piloto, nos tranquilizó. Seguimos observando las
nubes como copos de algodón.
Llegamos
al aeropuerto Fiumicino. Era ya de noche. Esperaban autobuses de distintos
hoteles a donde tenía que hospedarse el personal. Fueron nombrando uno a uno a
los señores purpurados e indicándole el autobús que debían tomar. A nosotros
nadie nos nombraba. Tuvimos la osadía de entrar en el último autobús que
quedaba. Llegamos a un hotel. Mientras iban acomodándose, nosotros nos quedamos
junto al mostrador, intentando hablar con uno de los empleados que estaban en
recepción.
– ¿Se
hospeda aquí monseñor Ángel, obispo de Méjico? Es un señor joven que debe venir
al Concilio – se le ocurrió preguntar don Francisco.
El
conserje cogió un libro de registro y comenzó a pasar hojas, señalando con el
dedo índice de su mano diestra los nombres que allí estaban inscritos. Entre
tanto, decía mi compañero que en una de las temporadas que estuvo en Méjico, el
tal don Ángel era estudiante y le estuvo dando clases. Si diéramos con él,
seguro nos orientaría y quizás solucionara algún problema.
– Sí,
señores, está en la habitación 54.
–
Queremos hablar con él – exclamamos con significativo alivio.
El
conserje se fue diligente al teléfono y estuvo hablando.
–
Pueden ustedes subir. Vayan al ascensor número 1.
Nos
esperaba con la puerta abierta. El Obispo y don Francisco se dieron un abrazo
entrañable. Se alegraron los dos. Después de sus primeras salutaciones y
recuerdos, me presentó a mí. Le contó cómo habíamos estado en la reunión de los
prelados en España y nos habían invitado a
venir a Roma. D. Ángel no pudo
viajar a nuestro país.
– ¿Y
donde pensáis ir?
(continúa en PARTE III)
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