miércoles, 19 de septiembre de 2018

Vacaciones llenas de sorpresas (Parte I)







VACACIONES LLENAS DE SORPRESAS
(Me dijeron que lo pusiera en el BLOG (es curioso)

(Parte I)

 Salí de casa con unos deseos rabiosos de pasar unos días en otro ambiente. El sol empezaba a despertar. Desde Valle de Santa Ana  hasta llegar a la carretera general por donde pasa el Autobús de línea hay dos kilómetros.
El pueblo está en un Valle, como su nombre indica, y hay que subir a la montaña. Cuando se va de paseo es muy agradable porque es un panorama muy bonito, entre encinas, viñas, hierba verde y los pájaros cantando. Pero yo no estaba para mirar el paisaje. El suelo era dificultoso. La carretera no estaba bien preparada. Se hallaba como casi todas las carreteras provinciales extremeñas, llena de tierra, piedras y sin asfaltar. Tuve que pasar varias curvas, pues serpenteaba, antes de llegar a la cima. Allí tenía la parada el Autobús que trasladaba a los viajeros desde Jerez de los Caballeros a Badajoz. Iba deprisa. Me urgía salir. Estaba muy cansado, necesitaba energías. No era de fuerzas físicas, sino energías espirituales, culturales y afianzar mis conocimientos. La soledad en un pueblo es agobiante, en algunas ocasiones, a pesar de tener una formación fuerte en lo espiritual-religioso. Llevaba un año trabajando y hay cosas que no podía desahogar con los feligreses.

Llegué a la parada del Autobús y me senté en una piedra a esperar. Estaba fría por el relente de la noche. El autobús iba casi lleno. Al entrar me llevé la primera sorpresa del viaje. Allí con la gente que viajaba, observé a D. Francisco. Era mi arcipreste. Hombre muy culto y nos representaba a todos los sacerdotes de la zona. Impecablemente vestido, con sotana de buena tela y llena de botones. Sobresalía la blancura de la collareta que le asomaba en el cuello. Vi que se levantaba del asiento y se dirigía a mí.
– ¿Donde vas?
– Pues a Badajoz – le contesté secamente.
–Ya lo veo ¿pero ocurre algo?
– Que necesito unos días de vacaciones.
 – Y ¿a donde vas a ir? – insistió.
 – Pienso ir a Santiago de Compostela, pues me han dicho que hay una peregrinación con billete rebajado. Y, como tu sabes, andamos mal de sueldo y hay que aprovechar estas ocasiones.
Vi que se le abrieron los ojos de manera exuberante. Con palabras preñadas de convicción me soltó:
– Vente conmigo.
– No, que quiero descansar.
La gente nos miraba y estaban pendientes de nuestra conversación. Me dijo que iba a una reunión de Obispos a Madrid, que estaban invitados por el Gobierno Español todos los Obispos de habla hispana, hispanoamericanos y filipinos, a pasar una semana en Madrid, antes de ir a la Clausura del Concilio Vaticano II que se celebraba dentro de siete días en Roma. Franco quería que conocieran España y pudieran hablar bien en sus países de la paz que aquí se disfrutaba y de las buenas costumbres que se vivían. El Episcopado Español había pedido que les acompañaran dos sacerdotes de cada Diócesis.
– Voy solo. Tú podías acompañarme – me dijo en plan suplicatorio.
– Yo quiero descansar. Lo siento.
No fue capaz de convencerme. Estaba yo muy decidido.

Apenas llegamos a la Ciudad, me pide que le acompañe.
– Tengo caducado el documento de identidad y necesito actualizarlo. Ven conmigo, que tú conoces las oficinas del Gobierno.
Le acompañé. Conocía bien la ciudad, desde pequeño había vivido en ella. En la Oficina correspondiente nos dijeron que hiciera una solicitud y dentro de dos días lo recogiera.
Le expliqué al oficial que lo necesitaba para esta noche, pues marchaba a Madrid, y tenía que asistir a una reunión importante. Me contestó que se veía obligado a cumplir con los trámites. Le supliqué que me llevara a hablar con el Sr. Jefe de Policía. Por aquellos días ejercía el puesto de Jefe de la Policía D. Antonio Cortés, hombre alto, elegante, muy educado, serio, pero muy amable. Yo le conocía de haber tratado con él alguna vez. Le escuché algunos discursos que pronunciaba con brillantez y los terminaba siempre  con una poesía. Nos saludamos y le expusimos nuestra petición razonándole  todas las actuaciones. Lo comprendió enseguida.  Cogió el teléfono y habló con el empleado correspondiente.
– Y traédmelo que lo firme-, le oímos decir.
Volvimos a la oficina anterior, no sin antes darles las gracias y despedirnos. Al subalterno le dimos todos los datos y esperamos unos diez minutos.
Entramos en el Gobierno Civil como corderos y salimos como vigorosos saltamontes. Él estaba tan animado que me suplicó que le acompañase al Obispado, pues tenía que hablar con D. Félix, un Canónigo de la Catedral que ostentaba el cargo de  Delegado de las Misiones. Tenía oficina en el Obispado. Un hombre de carácter poco comunicativo, al menos conmigo. De ojos negros, cejas muy abultadas, cara con muchas arrugas. Siempre lo veía encorvado. Daba la sensación que quería ser agradable inclinándose para hablar. Yo pertenecía a la parroquia de san Agustín, cuando él era el párroco de esa Iglesia y yo estudiante. Me pedía que fuera a su casa para escribir las partidas de los bautismos  que se celebraban en la parroquia. Pasaba toda la mañana escribiendo. Y sólo en una mesa, con los folios, el libro y un bolígrafo. Nunca mostró agradecimiento a lo que hacía. Pensaría que yo tenía obligación, o que era su carácter.

En el Obispado tenía su oficina, a la que se llegaba mediante una escalera de cuatro peldaños. D. Francisco le pidió las credenciales para asistir a las reuniones de Madrid. Con paso lento fue a por los papeles. Y se los dio, recomendándole que quedara en buen lugar a la diócesis.
– Si han solicitado  a dos sacerdotes ¿por qué voy yo solo?
– Porque el otro al que escogió el Sr. Obispo, no puede ir –contestó don Félix con cara de autoridad y mirándole a los ojos.
– Podía venir éste conmigo, que está de vacaciones.
– No –grité–. Yo tengo otros planes.
Y don Félix remachó:
– No es posible que vaya. Es una misión delicada y es una decisión exclusiva del Sr. Obispo.
Sufrí un escalofrío en todo el cuerpo. Me parece haber entrado en una plaza de toros y  me habían corneado. Bajé deprisa los cuatro peldaños, le dije a D. Francisco que esperara y subí corriendo las escaleras de mármol blanco.
– Quiero ver al Sr. Obispo – le dije a su capellán que estaba en la antesala. Era D. Valentín, un hombre trabajador como el que más. Servía de fabriquero en la Catedral con gran eficacia y atendía al Sr. Obispo con una amabilidad y diligencia extraordinaria. Esa amabilidad la derrochaba también con los demás.
– Tu sabes que hay que anunciarse antes – dijo extendiendo los brazos y mirándome atentamente.
  Lo sé, pero es urgente.
Le recordé lo que me había sucedido hacía varios años. Acudí a la hora de comer. Tenía un problema y quería que me diera la solución. El portero se negó a molestar al obispo D. José María. Algunos compañeros dijeron que lo dejara para otro día. Di una voz fuerte diciendo que tenía que ser hoy. En ese momento se asoma Su Excelencia por una ventana, me miró y dijo:
– Sube.
 Esto me ocurrió cuando estaba en otra parroquia. Y, siendo seminarista, en los veranos, muchas tardes me llamaba para rezar el rosario con él, porque el Capellán, estaba de vacaciones.
Convencí a D. Valentín y fue a consultar con el Sr. Obispo. Chirrió la puerta, con un pié dentro y otro fuera, sujetando la madera con la mano izquierda extendió el brazo derecho haciendo indicación que entrara.
D. José María Alcaraz y Alenda, el obispo,  estaba sentado en un sillón tras una mesa, como siempre lo había visto yo, encorvado por los años, y quizás por enfermedad, la que nunca le abandonaba. Me indicó con voz suave que me sentara. Y, como una ametralladora, comencé a decirle que necesitaba unas vacaciones, quería descansar. Asentaba con la cabeza. Era hombre de pocas palabras. Le conté que D. Félix decía que yo no podía ir a esa reunión de Madrid y yo quería saber si tenía alguna queja contra mí. Levantó la cabeza. Vi su arrugado cuello, sus ojos vivos, su impecable vestimenta roja de obispo. Me daba tiempo a estudiar su calva porque callaba. Por fin, al comprobar que yo esperaba contestación, dijo escuetamente:
– Ve.
 Me acompañaron don Valentín y don Francisco a hablar con D. Félix, que contrariado, tuvo que aceptar la voluntad del Obispo. De esta manera me enrolé en unas vacaciones que nunca imaginé.
El tren salía a primeras horas de la tarde.  Al vernos entrar en un departamento a dos curas con sotana, las gentes, que allí ya habían cogido sitio, se santiguaban. Don Francisco era alto, delgado, con aspecto de místico lanzando su mirada al infinito.  Me hablaba de sus poesías. Y empezó a recitar una que llevaba ya preparada para el encuentro que iba a tener. Los que estaban allí lo miraban boquiabiertos.  Nos dio tiempo de hablar de todos nuestros proyectos al traqueteo del tren.


(Continúa en parte II)

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