VACACIONES LLENAS DE SORPRESAS
(Me dijeron
que lo pusiera en el BLOG (es curioso)
(Parte I)
Salí
de casa con unos deseos rabiosos de pasar unos días en otro ambiente. El sol
empezaba a despertar. Desde Valle de Santa Ana hasta llegar a la carretera general por donde
pasa el Autobús de línea hay dos kilómetros.
El
pueblo está en un Valle, como su nombre indica, y hay que subir a la montaña.
Cuando se va de paseo es muy agradable porque es un panorama muy bonito, entre
encinas, viñas, hierba verde y los pájaros cantando. Pero yo no estaba para
mirar el paisaje. El suelo era dificultoso. La carretera no estaba bien
preparada. Se hallaba como casi todas las carreteras provinciales extremeñas,
llena de tierra, piedras y sin asfaltar. Tuve que pasar varias curvas, pues
serpenteaba, antes de llegar a la cima. Allí tenía la parada el Autobús que
trasladaba a los viajeros desde Jerez de los Caballeros a Badajoz. Iba deprisa.
Me urgía salir. Estaba muy cansado, necesitaba energías. No era de fuerzas
físicas, sino energías espirituales, culturales y afianzar mis conocimientos.
La soledad en un pueblo es agobiante, en algunas ocasiones, a pesar de tener
una formación fuerte en lo espiritual-religioso. Llevaba un año trabajando y
hay cosas que no podía desahogar con los feligreses.
Llegué
a la parada del Autobús y me senté en una piedra a esperar. Estaba fría por
el relente de la noche. El autobús iba casi lleno. Al entrar me llevé la
primera sorpresa del viaje. Allí con la gente que viajaba, observé a D.
Francisco. Era mi arcipreste. Hombre muy culto y nos representaba a todos los
sacerdotes de la zona. Impecablemente vestido, con sotana de buena tela y llena
de botones. Sobresalía la blancura de la collareta que le asomaba en el cuello.
Vi que se levantaba del asiento y se dirigía a mí.
–
¿Donde vas?
–
Pues a Badajoz – le contesté secamente.
–Ya
lo veo ¿pero ocurre algo?
– Que
necesito unos días de vacaciones.
– Y ¿a donde vas a ir? – insistió.
– Pienso ir a Santiago de Compostela, pues me
han dicho que hay una peregrinación con billete rebajado. Y, como tu sabes,
andamos mal de sueldo y hay que aprovechar estas ocasiones.
Vi
que se le abrieron los ojos de manera exuberante. Con palabras preñadas de
convicción me soltó:
–
Vente conmigo.
– No,
que quiero descansar.
La
gente nos miraba y estaban pendientes de nuestra conversación. Me dijo que iba
a una reunión de Obispos a Madrid, que estaban invitados por el Gobierno
Español todos los Obispos de habla hispana, hispanoamericanos y filipinos, a
pasar una semana en Madrid, antes de ir a la Clausura del Concilio Vaticano II
que se celebraba dentro de siete días en Roma. Franco quería que conocieran
España y pudieran hablar bien en sus países de la paz que aquí se disfrutaba y
de las buenas costumbres que se vivían. El Episcopado Español había pedido que
les acompañaran dos sacerdotes de cada Diócesis.
– Voy
solo. Tú podías acompañarme – me dijo en plan suplicatorio.
– Yo
quiero descansar. Lo siento.
No
fue capaz de convencerme. Estaba yo muy decidido.
Apenas
llegamos a la Ciudad, me pide que le acompañe.
–
Tengo caducado el documento de identidad y necesito actualizarlo. Ven conmigo,
que tú conoces las oficinas del Gobierno.
Le
acompañé. Conocía bien la ciudad, desde pequeño había vivido en ella. En la
Oficina correspondiente nos dijeron que hiciera una solicitud y dentro de dos
días lo recogiera.
Le
expliqué al oficial que lo necesitaba para esta noche, pues marchaba a Madrid,
y tenía que asistir a una reunión importante. Me contestó que se veía obligado
a cumplir con los trámites. Le supliqué que me llevara a hablar con el Sr. Jefe
de Policía. Por aquellos días ejercía el puesto de Jefe de la Policía D.
Antonio Cortés, hombre alto, elegante, muy educado, serio, pero muy amable. Yo
le conocía de haber tratado con él alguna vez. Le escuché algunos discursos que
pronunciaba con brillantez y los terminaba siempre con una poesía. Nos saludamos y le expusimos
nuestra petición razonándole todas las
actuaciones. Lo comprendió enseguida.
Cogió el teléfono y habló con el empleado correspondiente.
– Y
traédmelo que lo firme-, le oímos decir.
Volvimos
a la oficina anterior, no sin antes darles las gracias y despedirnos. Al
subalterno le dimos todos los datos y esperamos unos diez minutos.
Entramos
en el Gobierno Civil como corderos y salimos como vigorosos saltamontes. Él
estaba tan animado que me suplicó que le acompañase al Obispado, pues tenía que
hablar con D. Félix, un Canónigo de la Catedral que ostentaba el cargo de Delegado de las Misiones. Tenía oficina en el
Obispado. Un hombre de carácter poco comunicativo, al menos conmigo. De ojos
negros, cejas muy abultadas, cara con muchas arrugas. Siempre lo veía
encorvado. Daba la sensación que quería ser agradable inclinándose para hablar.
Yo pertenecía a la parroquia de san Agustín, cuando él era el párroco de esa
Iglesia y yo estudiante. Me pedía que fuera a su casa para escribir las
partidas de los bautismos que se
celebraban en la parroquia. Pasaba toda la mañana escribiendo. Y sólo en una
mesa, con los folios, el libro y un bolígrafo. Nunca mostró agradecimiento a lo
que hacía. Pensaría que yo tenía obligación, o que era su carácter.
En el
Obispado tenía su oficina, a la que se llegaba mediante una escalera de
cuatro peldaños. D. Francisco le pidió las credenciales para asistir a las
reuniones de Madrid. Con paso lento fue a por los papeles. Y se los dio,
recomendándole que quedara en buen lugar a la diócesis.
– Si
han solicitado a dos sacerdotes ¿por qué
voy yo solo?
–
Porque el otro al que escogió el Sr. Obispo, no puede ir –contestó don Félix
con cara de autoridad y mirándole a los ojos.
–
Podía venir éste conmigo, que está de vacaciones.
– No
–grité–. Yo tengo otros planes.
Y don
Félix remachó:
– No
es posible que vaya. Es una misión delicada y es una decisión exclusiva del Sr.
Obispo.
Sufrí
un escalofrío en todo el cuerpo. Me parece haber entrado en una plaza de toros
y me habían corneado. Bajé deprisa los
cuatro peldaños, le dije a D. Francisco que esperara y subí corriendo las
escaleras de mármol blanco.
–
Quiero ver al Sr. Obispo – le dije a su capellán que estaba en la antesala. Era
D. Valentín, un hombre trabajador como el que más. Servía de fabriquero en la
Catedral con gran eficacia y atendía al Sr. Obispo con una amabilidad y
diligencia extraordinaria. Esa amabilidad la derrochaba también con los demás.
– Tu
sabes que hay que anunciarse antes – dijo extendiendo los brazos y mirándome
atentamente.
– Lo sé, pero es urgente.
Le
recordé lo que me había sucedido hacía varios años. Acudí a la hora de comer.
Tenía un problema y quería que me diera la solución. El portero se negó a
molestar al obispo D. José María. Algunos compañeros dijeron que lo dejara para
otro día. Di una voz fuerte diciendo que tenía que ser hoy. En ese momento se
asoma Su Excelencia por una ventana, me miró y dijo:
–
Sube.
Esto me ocurrió cuando estaba en otra
parroquia. Y, siendo seminarista, en los veranos, muchas tardes me llamaba para
rezar el rosario con él, porque el Capellán, estaba de vacaciones.
Convencí
a D. Valentín y fue a consultar con el Sr. Obispo. Chirrió la puerta, con un
pié dentro y otro fuera, sujetando la madera con la mano izquierda extendió el
brazo derecho haciendo indicación que entrara.
D.
José María Alcaraz y Alenda, el obispo,
estaba sentado en un sillón tras una mesa, como siempre lo había visto
yo, encorvado por los años, y quizás por enfermedad, la que nunca le
abandonaba. Me indicó con voz suave que me sentara. Y, como una ametralladora,
comencé a decirle que necesitaba unas vacaciones, quería descansar. Asentaba
con la cabeza. Era hombre de pocas palabras. Le conté que D. Félix decía que yo
no podía ir a esa reunión de Madrid y yo quería saber si tenía alguna queja
contra mí. Levantó la cabeza. Vi su arrugado cuello, sus ojos vivos, su
impecable vestimenta roja de obispo. Me daba tiempo a estudiar su calva porque
callaba. Por fin, al comprobar que yo esperaba contestación, dijo escuetamente:
– Ve.
Me acompañaron don Valentín y don Francisco a
hablar con D. Félix, que contrariado, tuvo que aceptar la voluntad del Obispo.
De esta manera me enrolé en unas vacaciones que nunca imaginé.
El
tren salía a primeras horas de la tarde.
Al vernos entrar en un departamento a dos curas con sotana, las gentes,
que allí ya habían cogido sitio, se santiguaban. Don Francisco era alto,
delgado, con aspecto de místico lanzando su mirada al infinito. Me hablaba de sus poesías. Y empezó a recitar
una que llevaba ya preparada para el encuentro que iba a tener. Los que estaban
allí lo miraban boquiabiertos. Nos dio
tiempo de hablar de todos nuestros proyectos al traqueteo del tren.
(Continúa
en parte II)
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