SUEÑO Y REALIDAD:
PUDO LA OBEDIENCIA
D.
Doroteo fue preconizado Obispo con el título de Castabala y auxiliar de
Santander el 6 de Marzo de 1956. Estaba en León. Se lo comunicaron y aquel día
estuvo a punto de derribarse su proyecto
de vida. Vio debilitarse sus ansias de soledad y de trabajo sin escaparate. En
él anidaba el apostolado hecho sin pantallas que lo pregonaran. Quería entrar
en los corazones con su palabra evangélica y su ejemplo silencioso. Pero era
más el peso del respeto a la autoridad. Recordaría aquel hecho de un Papa
cuando le nombraron para dirigir la Iglesia que se puso de rodillas y uno de
los Sres. Cardenales, al verlo abatido, se acercó diciéndole: coraggio.
Sí, se necesita coraje para afrentar tal situación.
A D. Doroteo también pudo más
la obediencia al Romano Pontífice y aceptó. Y lo hizo con humildad y
resignación. Era una conducta que se le había de notar en su continuo deambular
por la vida.
Sus
comienzos de Obispo.
Fue a
la capilla del Seminario y también a la Catedral, la hermosa Catedral de León
que tantas veces frecuentaba. Pero esta vez era para ponerse de rodillas ante
el Sagrario y allí desahogarse con su Señor. ¡Cuantas cosas pensaría y diría en
aquellos momentos! Solamente él y su Dios lo sabían.
Aquella
noche fue larga. Infinidad de pensamientos contradictorios como ángeles y
demonios, como susurros que no se acababan. Le hubiera gustado quedarse en su
casa todo el día. Pero sabía que la gente le esperaba, que muchos querrían
hablar con él, los conocidos y aún los no conocidos. Sabía que le darían el
parabién, y que él tendría que sonreír, dando las gracias sin fingimientos. Al
fin y al cabo era una labor de Iglesia.
Apenas
salió de su casa, de la calle San Pelayo, en donde residía, se acercaban a él
congratulándose de lo que consideraban un acontecimiento leonés. Traspasó la
plaza de la Regla para ir al Seminario de San Froilán. En esa plaza, a la
sombra de la catedral, le esperaban grupos de gente, entre las que se
encontraban mujeres de Acción Católica con quienes tantas conversaciones
jugosas habían tenido en sus reuniones periódicas, y, cómo no, soldados del Regimiento
de Burgos, del que es Capellán, que llevaban misivas de sus jefes. Pero donde
fue una verdadera fiesta es en el Seminario de San Froilán con los profesores y
alumnos que no cesaban de manifestarle su alegría y felicitación. Así pasaron
los primeros días, que era motivo de satisfacción, pero que él pensaría, según
demostraba con su carácter, que era una polvareda que se levantaba momentánea
para luego venir a la dura realidad.
La isla del pantano.
Su manera de pensar se le notaría durante la vida. Y lo mostraría con la visión espectacular de la isla de un pantano. Sus únicas vacaciones las disfrutaba en el verano. Salíamos de Badajoz a mediados de Julio. Emprendíamos el viaje temprano para llegar a Santander antes que el sol desapareciera. Pasábamos, rodeando la pétrea cruz de los caídos y la monumental ciudad de Cáceres, en dirección a Plasencia. Al llegar al término municipal de Garrovillas de Alconétar, la vía férrea va muy cerca de la carretera y los viajeros saludan desde las ventanillas. Suelen ser jóvenes los que alborotan, levantándose de los asientos y moviendo sus rostros. Nosotros correspondemos haciendo sonar la bocina del coche, mirando a la derecha por donde discurre tranquilo el tren.
Girando
la vista a la izquierda aparece el pantano de Alcántara, el segundo mayor de
España. Sobre sus tranquilas aguas sobresale un espectacular islote, con una
hermosa torre, rodeada de vegetación.
– Ahí me gustaría vivir, dijo D.
Doroteo.
Se le
notaba emocionado. Miraba muy atento. Las aguas del embalse, construido en
1969, habían sepultado a la antigua ciudad de Alconétar con sus obras
arquitectónicas y sus vías de acceso, ya en ruinas. En verano, cuando desciende
el nivel de las aguas aparece visible, cada vez más, la torre de Floripes. La
ciudad queda oculta, pero la torre árabe sobresale orgullosa, con saludo a toda
la campiña, mostrando su esplendor, acompañada de exuberante verdor de hierba y
arboleda. Toma el calor del sol y la brisa perfumada de las aguas.
– Ahí me gustaría vivir –repetía
D. Doroteo todos los años cuando aparecía el pantano con la solitaria y
llamativa isla, rodeada de agua y, para él, de encantadora acogida.
No es
difícil imaginarlo, sentado en una vulgar silla en la puerta del edificio,
junto a un árbol, con un libro entre las manos de pastas negras, muy negras, no
porque esté de luto, ni sea lóbrego su mensaje, sino porque guarda hojas
blancas con luz propia que enaltece, con cantos dorados e impregnadas de letras
rojas y negras que recitan en su oración diaria los clérigos que conectan con
el Altísimo. Es el breviario por el que reza todos los días y que en este lugar
le daría un sabor especial.
Sin
ruidos de automóviles, sin bullicio de gentes, leería algunos de los muchos
tratados que tiene, o escucharía una emisora de radio para estar al día de los
sucesos. Y, sobre todo, prepararía algunos temas de su especialidad en Sagrada
Escritura para exponerlo al que le visitara o publicar al mundo el buen mensaje
de Dios. Tomaría una fugaz comida y después de ella, con una cachimba en los
labios, quizás la que le enviaran sus amigos de Méjico, saboreando el tabaco de
pipa. Parece que le estoy viendo pasear, vestido con su sotana negra, alrededor
de la torre con el libro entre las manos, como paseaba por los campos de su
pueblo natal en verano. Levantaría la vista para contemplar los barcos que se deslizan sobre las aguas, a los
pescadores pacientes con la caña en la mano, las aves sobrevolando en busca de
un pez que le sirva de alimento.
Así
le gustaría transcurriera los días y los años. Así era su carácter, quizás
innato, quizás inculcado en su ser al contemplar el ambiente que le rodeaba. Ha
querido diferenciarse de los demás, siendo sencillo sin hacer ruido, siendo
humilde sin la bandera del orgullo, obrar sin aspavientos, andar sin levantar
polvo, con un libro entre las manos contemplando la naturaleza. Bien se le
había gravado las palabras del evangelio “que no sepa tu mano izquierda lo que
hace la derecha”.
Así
le hubiera gustado vivir siempre, pero la obediencia le ha hecho golpear sus
sentimientos y ha tenido que aceptar los acontecimientos austeros,
acomodándolos a su forma de vida.
Realidades.
Por eso,
no es de extrañar que no se le recuerde con el fervor que a otros personajes se
les recuerda, a pesar de sus evidentes desvelos por la diócesis pacense y las
muchas cosas buenas que nos dejó: La admirable doctrina que impulsó; las
actividades diocesanas que realizó; la primera Asamblea Diocesana
que se celebró en Badajoz (22-IV-1966) para conocimiento del estado de toda la
diócesis; la primera estructuración y
puesta en marcha del Consejo Presbiteral; la introducción en la diócesis
del Movimiento de Equipos de Nuestra Señora y el especial empuje al Movimiento
de Cursillos de Cristiandad; su preocupación y animación por la actividad de
Cáritas; la marcha de varios sacerdotes a Misiones de África y América;
la pujanza de nuestro Seminario Diocesano, a pesar del la crisis que
había en España y en Europa; el sagrado orden de presbítero que confirió
a gran número de estudiantes, competentes en estudios eclesiásticos; las distintas
asambleas, reuniones y contactos personales que fomentó; las parroquias
que creó; la residencia diocesana que mandó hacer y su influencia
para que se hicieran viviendas a familias necesitadas; a los clérigos y
laicos que animó al recto proceder; el dolor ante la corrección a algunos sacerdotes que se
vio obligado a hacer (siempre con el beneplácito de sus asesores); las disposiciones
para discernir bien la conducta
cristiana; etc... De todo podría sentirse orgulloso, pero, dada
su sensibilidad hondamente religiosa y
leal a sus convicciones, ninguna ostentación manifestó.
Los
que le conocían y trataban en la intimidad, lo consideraban como un “Prelado
sencillo, modesto, laborioso, ejemplo de fidelidad total a su compromiso
evangélico, a su misión de pastor, a su empeño evangelizador y santificador.”
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