La sencillez
de un obispo
Anunciaron
una Reunión de la Conferencia Episcopal
Española, en Madrid, y tenía que asistir nuestro Obispo. Había de ser por la tarde.
Salimos
de Badajoz a las 9´30 horas con el deseo de llegar para la hora de la comida. Pero no fue así.
Se detuvo en dos localidades. Las entrevistas con los sacerdotes y otras
personas fueron de más tiempo del previsto.
Salimos
ya de la provincia de Badajoz y las ruedas del coche no dejaban de pisotear el
asfalto de la carretera, mientras los árboles huían veloces.
Cuando
eran más de las 14´30 horas, dije:
–
Sr.
Obispo ¿No comemos?
En esos momentos ya iba yo
pensando cómo es posible que este hombre, aunque fuere Obispo, nunca tenía
necesidad de comer. Lo hacía como por rutina, como por obligación. Me ocurría
muchas veces esto mismo. Tenía tal dominio sobre su organismo y hábitos, que me
quedaba extrañado en muchas ocasiones. Y de admiración, ciertamente. Yo no
tenía acostumbrado mi cuerpo a eso y tuve que decir: ¿no comemos?
–
¿Tú
tienes hambre?, –me dijo.
–
Claro
que sí. A estas horas ya necesito alimentarme.
–
Detente.
Restaurante.
Nos acercamos a una gasolinera, que tenía adosado un restaurante. Aparqué
en la explanada que había a su alrededor y entramos en el comedor. Había unas
12 mesas cuadradas, preparadas con mantel, cuatro cubiertos cada una y su
correspondiente servilleta blanca y copas. Estaban ocupadas solamente cinco de
esas mesas. Nos sentamos en una donde nadie había.
–
Tú, como siempre, –me dijo.
–
De acuerdo.
El “tú, como siempre” sabía yo lo que quería decir. Él, además de
austero, era persona que no quería sobresalir, no le agradaba llamar la
atención, se mostraba siempre sencillo. Hacía lo posible por no aparecer en televisión, ni en radio,
ni en periódicos. Yo le notaba contrariado cuando aparecía en alguno de estos
medios. Le gustaba que sus consejos fueran divulgados, con difusión, pero
sin ostentación alguna.
Vestía con sotana, igual que yo, con una boina para cubrir su calva. Yo
sin boina porque tenía abundante cabello.
Llegó el camarero.
–
¿Qué les sirvo?
– Para mí, un consomé y para mi
compañero otro. De segundo merluza y para mi compañero otra.
–
¿De postre?
Yo sabía que le gustaban mucho las cerezas, por lo que le contesté:
–
Para mí, naranja, para mi compañero
cerezas.
Comíamos con tranquilidad. Pero, eh aquí, que cerca de nosotros había un
matrimonio. Y al ir finalizando el postre, se levantan. Se acerca la señora, de
unos sesenta años, gordita, con mofletes sonrosados, levantando los brazos,
exclamó:
–
Oh, Señor Obispo, usted aquí, que
alegría verle. Conversaron.
Yo no sabía como contener la risa. Se terminó toda la postura privada.
Continuamos nuestro viaje comentando la escena. No podía pasar oculto
nunca. Lo mismo le había ocurrido cuando en Portugal entró en un
establecimiento a comprar un barato abrigo y, al salir, le esperaba un señor
que le conoció.
* * *
Referente a las comidas, podía contar más, debido a su austeridad. La que
más me llamaba la atención, era cuando íbamos al norte de España. La tarde
antes, decía a María Sebastián, la religiosa que le atendía:
– Prepare bocadillos para los
dos, que saldremos de viaje a Santander mañana.
Cuando íbamos llegando a Zamora, sentados a la sombra que
nos regalaba un árbol, liquidábamos los manjares.
La austeridad y sencillez de D.
Doroteo, era un ejemplo admirable para mí. Recordaba los platos de comida ¡y
qué platos! ¡y que mesas! ¡y qué manjares! cuando asistía a comidas con otras
autoridades.
No hay comentarios:
Publicar un comentario