miércoles, 21 de noviembre de 2018

La sencillez de un obispo






La sencillez de un obispo




Anunciaron una Reunión de la  Conferencia Episcopal Española, en Madrid, y tenía que asistir nuestro Obispo. Había de ser  por la tarde.


Salimos de Badajoz a las 9´30 horas con el deseo de llegar  para la hora de la comida. Pero no fue así. Se detuvo en dos localidades. Las entrevistas con los sacerdotes y otras personas fueron de más tiempo del previsto.


Salimos ya de la provincia de Badajoz y las ruedas del coche no dejaban de pisotear el asfalto de la carretera, mientras los árboles huían veloces.


Cuando eran más de las 14´30 horas, dije:


        Sr. Obispo ¿No comemos?



En esos momentos ya iba yo pensando cómo es posible que este hombre, aunque fuere Obispo, nunca tenía necesidad de comer. Lo hacía como por rutina, como por obligación. Me ocurría muchas veces esto mismo. Tenía tal dominio sobre su organismo y hábitos, que me quedaba extrañado en muchas ocasiones. Y de admiración, ciertamente. Yo no tenía acostumbrado mi cuerpo a eso y tuve que decir: ¿no comemos?


        ¿Tú tienes hambre?, –me dijo.

        Claro que sí. A estas horas ya necesito alimentarme.

        Detente.



Restaurante.


Nos acercamos a una gasolinera, que tenía adosado un restaurante. Aparqué en la explanada que había a su alrededor y entramos en el comedor. Había unas 12 mesas cuadradas, preparadas con mantel, cuatro cubiertos cada una y su correspondiente servilleta blanca y copas. Estaban ocupadas solamente cinco de esas mesas. Nos sentamos en una donde nadie había.


        Tú, como siempre, –me dijo.

        De acuerdo.


El “tú, como siempre” sabía yo lo que quería decir. Él, además de austero, era persona que no quería sobresalir, no le agradaba llamar la atención, se mostraba siempre sencillo. Hacía lo posible  por no aparecer en televisión, ni en radio, ni en periódicos. Yo le notaba contrariado cuando aparecía en alguno de estos medios. Le gustaba que sus consejos fueran divulgados, con difusión, pero sin  ostentación alguna.


Vestía con sotana, igual que yo, con una boina para cubrir su calva. Yo sin boina porque tenía abundante cabello.


Llegó el camarero.


        ¿Qué les sirvo?

   Para mí, un consomé y para mi compañero otro. De segundo merluza y para mi compañero otra.

        ¿De postre?


Yo sabía que le gustaban mucho las cerezas, por lo que le contesté:


        Para mí, naranja, para mi compañero cerezas.

Comíamos con tranquilidad. Pero, eh aquí, que cerca de nosotros había un matrimonio. Y al ir finalizando el postre, se levantan. Se acerca la señora, de unos sesenta años, gordita, con mofletes sonrosados, levantando los brazos, exclamó:

        Oh, Señor Obispo, usted aquí, que alegría verle. Conversaron.


Yo no sabía como contener la risa. Se terminó toda la postura privada.

Continuamos nuestro viaje comentando la escena. No podía pasar oculto nunca. Lo mismo le había ocurrido cuando en Portugal entró en un establecimiento a comprar un barato abrigo y, al salir, le esperaba un señor que le conoció.


* * *


Referente a las comidas, podía contar más, debido a su austeridad. La que más me llamaba la atención, era cuando íbamos al norte de España. La tarde antes, decía a María Sebastián, la religiosa que le atendía:


   Prepare bocadillos para los dos, que saldremos de viaje a Santander mañana.

Cuando íbamos llegando a Zamora, sentados a la sombra que nos regalaba un árbol, liquidábamos los manjares.


La austeridad y sencillez de D. Doroteo, era un ejemplo admirable para mí. Recordaba los platos de comida ¡y qué platos! ¡y que mesas! ¡y qué manjares! cuando asistía a comidas con otras autoridades.


No hay comentarios:

Publicar un comentario