LA MUJER.
Hablar de la mujer
se ha puesto de moda desde algunos años. De ella habla el sociólogo y el
político; habla el teatro y la literatura. Habla ella misma con ímpetu en los
medios de comunicación social, organiza asociaciones y grita en manifestaciones
callejeras con gestos encrespados.
La historia nos enseña. Nos presenta, algunas veces,
negros nubarrones que entristecen. Y también nubes blancas con lluvia de perlas.
Hace 3.000 años, una mujer valía tres veces menos que un
trípode de poner al fuego. Aquiles, el mayor héroe griego sobre los campos de
Troya, celebró en honor de su amigo Patroclo, muerto a manos de Héctor, el
héroe troyano, los juegos fúnebres, y el heraldo pregonó con alta y sonora voz:
“Premio al vencedor en la lucha grecorromana: o un trípode o una mujer. El
trípode está valorado en 12 bueyes y la
mujer en 4 bueyes”.
Sócrates, el célebre filósofo griego, cuando empezaba a
hablar de filosofía, hacía salir del cuarto a las mujeres para que no
estorbaran la sabiduría de los hombres. Era por los años 420 antes de Cristo.
Demóstenes, el mayor de los oradores griegos decía, 350
años antes de Cristo, con el orgullo propio de aquella sociedad: “Calificamos a
las mujeres en tres categorías, como hetairas o cortesanas para nuestro placer,
como esclavas de compraventa y como esposas.”
A los Escribas y Doctores judíos, ya en tiempos de los
romanos, se les prohibía hablar con una mujer, aunque ésta fuera su hermana.
Triste situación de la mujer, objeto de amarga
degradación.
Pero llega Jesucristo, el Hijo de Dios, y cambia todos
los esquemas. Una aurora nueva de esperanzas brilla en la dignidad femenina.
Cristo, en su caminar, se detiene con una mujer de Samaria y entabla una
conversación con ella, ante la extrañeza expresiva de sus discípulos.
Interesante conversación:
“Vino Jesús a una ciudad de Samaria llamada
Sicar, junto a la heredad que Jacob dio a su hijo José. Y estaba allí el pozo
de Jacob. Entonces Jesús, cansado del camino, se sentó así junto al pozo. Era
como la hora sexta.
Vino una mujer de Samaria a sacar agua; y
Jesús le dijo: Dame de beber.
Pues sus discípulos habían ido a la ciudad a comprar de
comer.
La mujer samaritana le dijo: ¿Cómo tú, siendo
judío, me pides a mí de beber, que soy mujer samaritana? Porque judíos y
samaritanos no se tratan entre sí.
Respondió Jesús y le dijo: Si conocieras el
don de Dios, y quién es el que te dice: Dame de beber; tú le pedirías, y él te
daría agua viva.
La mujer le dijo: Señor, no tienes con qué
sacarla, y el pozo es hondo. ¿De dónde, pues, tienes el agua viva?
¿Acaso eres tú mayor que nuestro padre Jacob,
que nos dio este pozo, del cual bebieron él, sus hijos y sus ganados?
Respondió Jesús y le dijo: Cualquiera que bebiere
de esta agua, volverá a tener sed; mas el que bebiere del agua que yo le daré,
no tendrá sed jamás; sino que el agua que yo le daré será en él una fuente de
agua que salte para vida eterna.
La mujer le dijo: Señor, dame esa agua, para
que no tenga yo sed, ni venga aquí a sacarla.
Jesús le dijo: Ve, llama a tu marido, y ven
acá.
Respondió la mujer y dijo: No tengo marido.
Jesús le dijo: Bien has dicho: No tengo
marido; porque cinco maridos has tenido, y el que ahora tienes no es tu marido;
esto has dicho con verdad.
Le dijo la mujer: Señor, me parece que tú
eres profeta.
Nuestros padres adoraron en este monte, y
vosotros decís que en Jerusalén es el lugar donde se debe adorar.
Jesús le dijo: Mujer, créeme, que la hora
viene cuando ni en este monte ni en
Jerusalén adoraréis al Padre.
Vosotros adoráis lo que no sabéis; nosotros
adoramos lo que sabemos; porque la salvación viene de los judíos.
Mas la hora viene, y ahora es, cuando los
verdaderos adoradores adorarán al Padre en espíritu y en verdad; porque también
el Padre tales adoradores busca que le adoren.
Dios es Espíritu; y los que le adoran, en
espíritu y en verdad es necesario que adoren.
Le dijo la mujer: Sé que ha de venir el
Mesías, llamado el Cristo; cuando él venga nos declarará todas las cosas.
Jesús le dijo: Yo soy, el que habla contigo.
En esto vinieron sus discípulos, y se
maravillaron de que hablaba con una mujer; sin embargo, ninguno dijo: ¿Qué preguntas? o, ¿Qué hablas
con ella?
Entonces la mujer dejó su cántaro, y fue a la
ciudad, y dijo a los hombres:
Venid, ved a un hombre que me ha dicho todo cuanto he
hecho. ¿No será éste el Cristo?
Entonces salieron de la ciudad, y vinieron a
él.
Dos días después, salió de allí Jesús y fue a
Galilea.” (San Juan, cap. 5, versículos del 5 al 44. )
Y cuando, en otro día, a una pecadora quieren apedrearla,
Él le habla con ternura y la salva con aquella famosa frase: “Quien no tenga
pecado, que tire la primera piedra”. Fantástica respuesta:
“Los escribas y los fariseos le trajeron una
mujer sorprendida en adulterio; y poniéndola en medio, le dijeron: Maestro,
esta mujer ha sido sorprendida en el acto mismo de adulterio.
Y en la ley nos mandó Moisés apedrear a tales mujeres.
Tú, pues, ¿qué dices?
Mas esto decían tentándole, para poder
acusarle. Pero Jesús, inclinado hacia el suelo, escribía en tierra con el dedo.
Y como insistieran en preguntarle, se enderezó y les dijo: El que de vosotros
esté sin pecado sea el primero en arrojar la piedra contra ella. E inclinándose
de nuevo hacia el suelo, siguió escribiendo en tierra.
Pero ellos, al oír esto, acusados por su conciencia,
salían uno a uno, comenzando desde los más viejos hasta los postreros; y quedó
solo Jesús, y la mujer que estaba en medio.
Enderezándose Jesús, y no viendo a nadie sino
a la mujer, le dijo: Mujer, ¿dónde están los que te acusaban? ¿Ninguno te
condenó?
Ella dijo: Ninguno, Señor. Entonces Jesús le
dijo: Ni yo te condeno; vete, y no peques más.”
San Juan, cap. 8, versículos 3 al 11.
A ellas confió primero el importante y alegre anuncio de
la Resurrección de Cristo, a las mujeres que fueron a visitar su tumba: María Magdalena la primera que lo vio
resucitado, a la que le dijo el Señor Jesús: “Ve y díselo a mis hermanos.”
(Mateo, 28, 10)
Para Cristo, la mujer era, y es, igualmente capaz, como
el hombre, de penetrar en las grandes verdades, de aceptarlas, vivirlas y, a su
vez, de propagarlas.
Esta doctrina salvadora empezó el
año 749 de la Fundación de Roma, cuando un Arcángel descendió a una Aldea del
Imperio Romano y saluda, en nombre de Dios, a una joven muchacha judía con el
más fantástico de los piropos: ”Llena eres de gracia”. Y esta joven se atrevió
a decir, humilde pero gozosamente: “El Señor ha hecho en mí maravillas”. Era la
Virgen María. A la que nosotros veneramos. A la que nosotros acudimos
pidiéndole ayuda.
Cristino Portalo Tena
No hay comentarios:
Publicar un comentario