jueves, 31 de mayo de 2018

Eucaristía







EUCARISTÍA

Era el jueves 13 del mes de Nissan, según el cómputo de los hebreos. Predicaba Jesús por Galilea. Aquella noche iba a ser especial, muy especial. Dos discípulos de Jesús se separaron de los demás y marcharon a la ciudad. Salieron de Betania, atravesaron el monte de los Olivos, bajaron al Cedrón. Tenían que hacer los preparativos de la Pascua, tal como se lo había dicho el Maestro. Al llegar a las puertas de la ciudad, se pararon.
Con los ojos muy abiertos y moviendo la cabeza de un lado a otro, miraban atentos a los que pasaban. Las calles hervían de gentes con bullicioso ajetreo. Mujeres que entraban y salían con cántaros de agua sobre la cabeza, hombres con odres de cuero. Ellos esperaban a un hombre llevando un cántaro de agua. Era la señal convenida. Y llegó.
Como pájaros que buscan el nido, lo siguieron. Iban detrás de él, con el mismo paso. Torciendo por angostas callejuelas, entraron en la casa donde él entró. En la gran sala del piso superior, en el diván, habían de tener la cena, la ultima cena de Jesucristo. El dueño de la casa sonrió y asintió complaciente.
La sala quedó rápidamente aderezada, con la mesa grande y corrida, los escaños mullidos, la alfombra, los lienzos, las ánforas para las abluciones, las vasijas de bronce y la copa de dos asas. Prepararon luego las hierbas amargas (lechugas, berro, endibia...) que recordarían las tristezas de la servidumbre de Egipto. Después, los dos discípulos prepararon el vino y las tortas de pan sin levadura.
Se acercaba la oscura y misteriosa noche. Oyeron pasos de pies cansados y algarabía de contertulios. Llegaban los otros diez discípulos con el Maestro y discutían quién se pondría más cerca de El.
Cuando empezó a hablar Jesús, ya estaban todos colocados formando un círculo, echados sobre las esteras, apoyando el hombro izquierdo sobre taburetes y almohadones. Así escuchaban y dialogaban mejor. Los candeleros, recién encendidos, iluminaban la sala y las sombras de los discípulos se movían en los muros, proyectadas por una lumbre amarilla.
Jesús rompió el silencio, que momentáneamente se hizo, con estas palabras : “Ardientemente he deseado comer esta Pascua con vosotros...” Era un momento solemne. Escucharon con atención y respeto. Juan y Pedro, que estaban a la derecha e izquierda del Maestro, se miraron atónitos. Y realizando un acto insólito que no estaba previsto en los viejos ritos mosaicos, Jesucristo tomó pan, lo partió, lo bendijo y, con voz de majestad suprema, pronunció estas palabras sublimes : “Tomad, comed, este es mi cuerpo, que es dado por vosotros”. Después tomó el cáliz lleno de vino, que centelleaba dentro con color de sangre, hizo sobre él la bendición y dijo : “Bebed todos de él, pues esta es mi sangre que será derramada por muchos”. (Mat. 26, 26-28; Mac. 14, 22-25; Luc. 22, 15-20; 1 Cor 11, 20-25.
Ninguno se atrevió a replicarle. Ellos sabían que para un judío comer ciertas carnes era escandaloso, pero mucho más escandaloso era beber la sangre. La sangre, como sede de la vida, era sagrada.       Pero también sabían que sus palabras eran vida y su fuerza la habían experimentado en muchas ocasiones. Que dijo a los vientos que se serenaran y callaron los vientos. Que dijo a un muerto que volviera a la vida y con sola su palabra quedó resucitado. Que dijo a un enfermo que desapareciera su fiebre y quedó sano. Su palabra no podían ponerla en duda. Comieron reverentes, y bebieron. Era una confirmación de lo que ya había anunciado antes:
“Murmuraban de Jesús los judíos, porque había dicho: Yo soy el pan que descendió del cielo.
Él insistió: Yo soy el pan vivo que descendió del cielo; si alguno comiere de este pan, vivirá para siempre; y el pan que yo daré es mi carne, la cual yo daré por la vida del mundo.
Entonces los judíos contendían entre sí, diciendo: ¿Cómo puede éste darnos a comer su carne?
Jesús les dijo: De cierto os digo: Si no coméis la carne del Hijo del Hombre, y bebéis su sangre, no tenéis vida en vosotros.
El que come mi carne y bebe mi sangre, tiene vida eterna; y yo le resucitaré en el día postrero.         
Porque mi carne es verdadera comida, y mi sangre es verdadera bebida.
El que come mi carne y bebe mi sangre, en mí permanece, y yo en él.
Como me envió el Padre viviente, y yo vivo por el Padre, asimismo el que me come, él también vivirá por mí.
.Estas cosas dijo en la sinagoga, enseñando en Cafarnaúm” (Evangelio de Juan, cap. 6, vers. 42-59).
Dijo algo más: “Haced esto en conmemoración  mía” (Luc. 22, 19; 1 Cor. 11, 24 y 25). Así les dijo a los Apóstoles y no solamente a esos Doce, sino a los sucesores de los Apóstoles, a los Obispos, a los sacerdotes.
Jesucristo quería que eso durase en su Iglesia hasta el fin del mundo. Y dio poder a ellos para que lo hicieran y para que fuesen comunicando la misma potestad a los sucesores. Por eso los cristianos, lo mismo que aquellos hombres, creemos que Jesucristo, en la Eucaristía, se ha quedado con nosotros para ser nuestro huésped, nuestro compañero de viaje y nuestro alimento.
La SANTA MISA reproduce este hecho, al que llamamos también EUCARISTÍA, palabra que proviene del griego y significa “acción de gracias,” en el cual se consagra el pan y el vino (memorial de la muerte y resurrección de Jesús) y la distribución entre los fieles.  De ahí la importancia de la Santa Misa.

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