TERCER
MANDAMIENTO:
SANTIFICAR LAS FIESTAS.
La Biblia dice que Dios creó el
mundo en seis días y el séptimo descansó (Gen. 1-2,1). El pueblo de Israel
tenía muy presente el trabajo de los seis días de la semana. Pero también
cumplía el séptimo día con el descanso, tal como lo dice la Biblia en el libro
del Éxodo: “El día séptimo será día de descanso completo, consagrado al Señor”
(Ex. 31,15). Con este precepto, Dios desea que el pueblo tenga muy claro que Él
es el Señor de todo lo creado, por lo que debe señalar un día para el culto
divino.
Para los Israelitas ese día era el sábado, el
día consagrado al Señor. Y lo llevaban con tanta exageración que ni siquiera
podían curar a un enfermo, ni hacer un viaje. Era día de completo descanso (Ex.
20.8-11). Prohibían toda clase de labores, solo podían leer las sagradas
Escrituras, hacer sacrificios al Señor y alabar a Dios. Por eso Jesús condena
el rigorismo de los fariseos y sentencia que “no es el hombre para el sábado,
sino el sábado para el hombre” (Mc. 2, 27).
EL DOMINGO
Para los cristianos, el
acontecimiento más importante de la historia es la Resurrección de Cristo. Es
un hecho de tales dimensiones que causó un fuerte impacto. Del luto y del dolor
en la pasión y muerte de Cristo, se pasó a la alegría y a la exaltación. Del
temor y la angustia, a la esperanza, al entusiasmo, a la luz radiante y gozosa.
Y es porque Cristo, el Hijo de Dios, la segunda persona de la Santísima
Trinidad, resucitó. Este es el firme fundamento de nuestra fe. Lo decía san
Pablo: “Si Cristo no resucitó, vana es nuestra fe” (1ª Cor. 15, 14).
Por eso, después de
Pentecostés, el sábado judío se convirtió muy pronto en el domingo “día del
Señor”. Los cristianos proclamaban con gozo la resurrección del Señor, y
celebraban la Eucaristía todos juntos, en el domingo el día que resucitó
Cristo. Por este motivo, el domingo es la fiesta primordial del calendario cristiano.
La Iglesia nos da directrices
de cómo celebrar el domingo:
Que nos abstengamos de aquellos
trabajos y actividades que impidan dar culto a Dios, gozar de la alegría propia
del día del Señor, disfrutar del debido descanso de la mente y del cuerpo y hacer
caridad con el prójimo. Pero, sobre todo, nos dice que tenemos la obligación de
asistir a la Santa Misa. El Sacrificio eucarístico es la fuente y cumbre de la
Iglesia y se realiza en la celebración de la Santa Misa. Por eso, la Iglesia
nos obliga con un precepto a que, el domingo y las demás fiestas de precepto,
los fieles participen en la Misa. Es lo que más puede agradar a Dios, la
mejor manera de santificar las fiestas, porque en la Misa:
Pedimos perdón de nuestras
faltas.
Alabamos a Dios reconociendo su
santidad, proclamando el Gloria.
Oramos con el sacerdote por las
necesidades que tenemos.
Escuchamos la palabra de Dios
para recordarla, para llevarla a la vida. Es el alimento espiritual para
reforzar nuestro comportamiento.
Después de la palabra de Dios,
confesamos nuestra fe.
Presentamos nuestras ofrendas,
simbolizadas en el pan y en el vino.
Lo proclamamos tres veces
santo.
En la Consagración, hacemos
memoria de la última cena, transformando el pan y el vino en el cuerpo y la
sangre de Cristo. Cristo que baja del cielo para estar con nosotros, para ser
nuestro alimento, para ser nuestro vecino.
En la Misa, pedimos por la
Iglesia y por nuestros difuntos.
Rezamos al Padre como nos
enseñó Jesús.
Recibimos al Señor en la
Comunión, que es nuestra fuerza.
Le damos gracias y recibimos la
bendición del Sacerdote, su representante.
Y para terminar un ejemplo:
Un Señor escribió en un
periódico que no tenía sentido ir a la Iglesia todos los domingos. “He ido
durante 30 años y durante ese tiempo habré escuchado como 3.000 sermones. Pero
juro por mi vida que no recuerdo ni uno solo de ellos. Por eso pienso que estoy
perdiendo el tiempo y los sacerdotes también dando sermones”.
A los pocos días contestaba
otro señor diciendo: “Ya llevo casado treinta años. Durante todo ese tiempo mi
esposa debe haber preparado 32.000 comidas, y juro por mi vida que no me
acuerdo ni de un solo menú. Pero sí sé esto: Todas me alimentaron y me dieron la fuerza que necesitaba para
hacer mi trabajo. Si mi esposa no me la hubiera preparado, estaría físicamente
muerto el día de hoy.
De la misma manera, si no
hubiese ido a la Iglesia para alimentarme, estaría espiritualmente muerto en la
actualidad.
Doy gracias a Dios por el
alimento material y espiritual.”
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