martes, 4 de diciembre de 2018

Santificar las Fiestas








TERCER MANDAMIENTO: 




SANTIFICAR LAS FIESTAS.

La Biblia dice que Dios creó el mundo en seis días y el séptimo descansó (Gen. 1-2,1). El pueblo de Israel tenía muy presente el trabajo de los seis días de la semana. Pero también cumplía el séptimo día con el descanso, tal como lo dice la Biblia en el libro del Éxodo: “El día séptimo será día de descanso completo, consagrado al Señor” (Ex. 31,15). Con este precepto, Dios desea que el pueblo tenga muy claro que Él es el Señor de todo lo creado, por lo que debe señalar un día para el culto divino.


 Para los Israelitas ese día era el sábado, el día consagrado al Señor. Y lo llevaban con tanta exageración que ni siquiera podían curar a un enfermo, ni hacer un viaje. Era día de completo descanso (Ex. 20.8-11). Prohibían toda clase de labores, solo podían leer las sagradas Escrituras, hacer sacrificios al Señor y alabar a Dios. Por eso Jesús condena el rigorismo de los fariseos y sentencia que “no es el hombre para el sábado, sino el sábado para el hombre” (Mc. 2, 27).

EL DOMINGO
Para los cristianos, el acontecimiento más importante de la historia es la Resurrección de Cristo. Es un hecho de tales dimensiones que causó un fuerte impacto. Del luto y del dolor en la pasión y muerte de Cristo, se pasó a la alegría y a la exaltación. Del temor y la angustia, a la esperanza, al entusiasmo, a la luz radiante y gozosa. Y es porque Cristo, el Hijo de Dios, la segunda persona de la Santísima Trinidad, resucitó. Este es el firme fundamento de nuestra fe. Lo decía san Pablo: “Si Cristo no resucitó, vana es nuestra fe” (1ª Cor. 15, 14).

Por eso, después de Pentecostés, el sábado judío se convirtió muy pronto en el domingo “día del Señor”. Los cristianos proclamaban con gozo la resurrección del Señor, y celebraban la Eucaristía todos juntos, en el domingo el día que resucitó Cristo. Por este motivo, el domingo es la fiesta primordial del calendario cristiano.

La Iglesia nos da directrices de cómo celebrar el domingo:
Que nos abstengamos de aquellos trabajos y actividades que impidan dar culto a Dios, gozar de la alegría propia del día del Señor, disfrutar del debido descanso de la mente y del cuerpo y hacer caridad con el prójimo. Pero, sobre todo, nos dice que tenemos la obligación de asistir a la Santa Misa. El Sacrificio eucarístico es la fuente y cumbre de la Iglesia y se realiza en la celebración de la Santa Misa. Por eso, la Iglesia nos obliga con un precepto a que, el domingo y las demás fiestas de precepto, los fieles participen en la Misa. Es lo que más puede agradar a Dios, la mejor manera de santificar las fiestas, porque en la Misa:

Pedimos perdón de nuestras faltas.
Alabamos a Dios reconociendo su santidad, proclamando el Gloria.
Oramos con el sacerdote por las necesidades que tenemos.
Escuchamos la palabra de Dios para recordarla, para llevarla a la vida. Es el alimento espiritual para reforzar nuestro comportamiento.
Después de la palabra de Dios, confesamos nuestra fe.
Presentamos nuestras ofrendas, simbolizadas en el pan y en el vino.
Lo proclamamos tres veces santo.

En la Consagración, hacemos memoria de la última cena, transformando el pan y el vino en el cuerpo y la sangre de Cristo. Cristo que baja del cielo para estar con nosotros, para ser nuestro alimento, para ser nuestro vecino.
En la Misa, pedimos por la Iglesia y por nuestros difuntos.
Rezamos al Padre como nos enseñó Jesús.
Recibimos al Señor en la Comunión, que es nuestra fuerza.
Le damos gracias y recibimos la bendición del Sacerdote, su representante.

Y para terminar un ejemplo:
Un Señor escribió en un periódico que no tenía sentido ir a la Iglesia todos los domingos. “He ido durante 30 años y durante ese tiempo habré escuchado como 3.000 sermones. Pero juro por mi vida que no recuerdo ni uno solo de ellos. Por eso pienso que estoy perdiendo el tiempo y los sacerdotes también dando sermones”.

A los pocos días contestaba otro señor diciendo: “Ya llevo casado treinta años. Durante todo ese tiempo mi esposa debe haber preparado 32.000 comidas, y juro por mi vida que no me acuerdo ni de un solo menú. Pero sí sé esto: Todas me alimentaron  y me dieron la fuerza que necesitaba para hacer mi trabajo. Si mi esposa no me la hubiera preparado, estaría físicamente muerto el día de hoy.

De la misma manera, si no hubiese ido a la Iglesia para alimentarme, estaría espiritualmente muerto en la actualidad.
Doy gracias a Dios por el alimento material y espiritual.”

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