ÉFESO.
En las vacaciones del verano, en
2007, fuí a Éfeso, en Turquía. Esta metrópolis
romana había sido muy importante.
En ella estuvieron gobernando los Griegos, los Persas, los Romanos,
Godos, Árabes VII-VIII, Bizantinos, Turcos, Tamerlán.
Fue uno de los puntos cardinales de la cultura y del comercio
mundiales. Decía Herodoto que el lugar gozaba ¨del cielo más puro y del mejor clima
conocido¨.
Se le llamó ¨la primera y la
más poderosa metrópoli del Asia¨
Ahí estaba una de las siete
maravillas del mundo, que era el ARTEMISIÓN, templo a la diosa Artemisa.
Fue
muy significativa la presencia de Alejandro Magno
y
la genial organización urbana diseñada por su general
Lisímaco, en el año 301 a. C.
PARA LOS CRISTIANOS
tiene también mucha
importancia, porque en esta ciudad:
Vivió san Juan Evangelista.
Escribió el cuarto Evangelio y
las epístolas de san Juan.
Enterrado en la entonces aldea
de Éfeso “Selçuk”, en
donde está su basílica. (Esa aldea se llama así, que significa los invasores.)
Fue
la capital de las Siete Iglesias que san Juan menciona en el Apocalipsis.
San
Pablo estuvo dos años predicando diariamente, “de manera que todos los
habitantes de Asia oyeron la palabra del Señor, tanto judíos como griegos”.
(Hechos, 19,1-10).
Se
constituyó una comunidad florenciente de Cristianos.
Favoreció las cartas de san Pablo a los
Corintios (primera), a los Filipenses y quizás a los Gálatas.
Vivió la Virgen María, San Juan Evangelista, Santa
María Magdalena, San Timoteo discípulo de san Pablo.
San Máximo fue martirizado en
tempo del Emperador Decio, en el año 250 d. C. Y otros muchos cristianos proclamados Santos por la Iglesia, algunos
martirizados.
Pero especialmente Éfeso es conocida por el famoso CONCILIO DE
EFESO, que se celebró en la Iglesia de la Santísima, que se llamó desde
entonces la IGLESIA DEL CONCILIO. Siendo la primera IGLESIA QUE EN EL MUNDO
DEDICADA A LA VIRGEN MARÍA incluso antes del Concilio en la que se proclamó
Madre de Dios.
LA CASA DE MARÍA
El autobús llegó puntual. Era vistoso, pintado con
varios colores. Predominaba una ancha franja azul. Parecía recién estrenado.
Eran las siete. El sol hacía más de una hora que
había despertado. Dentro del vehículo venían dos viajeros. Tenía que recoger
varias personas en este hotel. El guía turístico con la lista en la mano fue
enumerando uno a uno y colocándolos en los asientos: Los había ingleses, alemanes, holandeses, rusos, españoles y un
belga. Faltaba uno: el belga. El guía se puso nervioso y entró presuroso a la
recepción del Hotel para reclamarlo. Era muy necesario para el grupo. Sabía
francés, inglés y español. Había de ser muy valedero en las traducciones.
Apareció abrochándose la camisa y disculpándose por el cambio de hora en
Turquía, con referencia a la hora europea, que daba lugar a confusiones. Y lo
hacía dándose golpes con el dedo índice de la mano derecha en su reloj de
pulsera.
¡Merhaba! –dijo al llegar.
Era el saludo turco, equivalente al ¡Hola! Castellano,
una de las pocas palabras que habíamos conseguido aprender y que constantemente
usábamos: al encontrarse en cualquier sitio y con cualquier persona. Merhaba!,
al entrar en el recibidor en donde atendía una señora con vestido turco y
turbante ucraniano anaranjado. Merhaba!, al entrar en el comedor,
donde saludaba un camarero con mandil negro que le llegaba hasta el suelo. Merhaba!,
al que trabajaba en los jardines colocando macetas de flores que enterraban
entre la hierva. Merhaba! al camarero que con bandeja en la mano ofrecía
copas. Merhaba!, los guías que orientaban. Merhaba! acompañaba a
la sonrisa.
Este belga había estado en España. Estuvo en Badajoz
y conocía Elvas. Hablaba español con soltura. Recordaba la calle de san Juan y
las baratas toallas de Portugal, esas que no empapan el agua porque son de
fibra.
El autobús subió una espinada cuesta y comenzó a circular por la carretera general, de solo
dos carriles, ida y vuelta, pero suficientemente ancha. A los pocos kilómetros,
otra parada, cerca de la ciudad de Halicarnaso (hoy Bodrum). Teníamos que
recoger a quince turistas más.
Atravesamos la ciudad, que veríamos otro día, por su
importancia histórica. Continuamos el viaje dirección a Esmirna. Terreno muy
montañoso, junto al mar Egeo, grandes plantaciones, especialmente olivos. Nos
dijo el guía que Turquía era especial esportadora de aceitunas para Asia.
Pasamos un gran lago y nos hablaron de la pesca que allí se efectuaba con
regularidad.
Después de muchos kilómetros entre montañas y curvas,
íbamos llegando a Éfeso. El guía, que nos iba hablando de las delicias del terreno
y de las frutas que se cultivaban, nos llamó la atención diciéndonos que
encontraríamos ya un indicio de la gran metrópolis. Y efectivamente, vimos un
acueducto que unía dos montañas. Debía tener unos 30 metros de largo. Un
Español hizo una mueca de asombro, frunciendo el ceño y haciendo un gesto
despreciativo con la mano diestra, acordándose, sin duda, del gran acueducto de
Segovia. El guía turístico se dio cuenta y volvió a coger el micrófono para
decirnos a todos que ese acueducto tenía más de 5 kilómetros de largo y surtía
de agua, que venía de las altas montañas de bülbül-dag, a la gran
metrópolis.
– Primero vamos a ver la casa de
María –dijo el guía.
Se hizo un murmullo entre todos los viajeros, que se
miraban extrañados. El belga levantó la voz:
–
¿Qué María es esa? Yo recuerdo a
Cleopatra, a Artemisa..., pero con ese nombre no he leído nada de mujer famosa
entre los romanos de Éfeso.
– Se trata de María, la Madre de
Jesús de Nazaret.
Un inglés, que tenía bigote canoso y hablaba
constantemente con la mujer que ocupaba asiento junto a él y debía ser su
esposa, se levantó y mirando al guía le espetó:
– Oiga, a ver si somos serios. La Santísima Virgen
María estuvo en Nazaret y también en Jerusalén, presenciando y sufriendo la
muerte de su divino Hijo. Allí pasó sus últimos años. Yo lo he leído en algunos
escritos. Es lo que está en mente de los cristianos que yo trato y es lo más
lógico.
– Los descubrimientos que se han hecho dan la razón a
las revelaciones de Katharina Emmerick. Ella dice que María vivió tres años en
Sión, tres años en Betania y nueve en Éfeso, a donde Juan Evangelista la había
llevado. Ustedes podrán comprobar la realidad.
El autobús nos parecía que temblaba. La emoción
se masticaba. Unos movían la cabeza,
quizás dudando, otros parecían quedar en un pensamiento profundo. Todos
callaban. La mujer del bigotudo inglés miraba a él con los ojos fijos. Todos
los que íbamos parece ser que eran fervientes cristianos. Una mujer sacaba un
rosario y lo besaba.
Al llegar a la puerta de entrada a Éfeso (una de las
tres principales que tenía la ciudad), el autobús giró a la izquierda.
Abandonábamos la metrópolis.
– Vamos al monte Bülbül-Dag (en castellano Monte
del Ruiseñor) –nos dijo–. Es una montaña que está a 7 kilómetros de la gran
metrópolis. Allí hay unas cuevas subterráneas
y rocosas a las que se adosaban
habitáculos a manera de viviendas,
separadas entre sí, en donde los cristianos vivían. La Virgen María se
comunicaba con otras familias cristianas.
Eran como caseríos aislados en el campo. A este lugar se la llevó Juan
evangelista cuando fue a predicar el evangelio de Cristo. Está a 380 metros
sobre el nivel del mar. Desde allí se divisa el mar con sus numerosas islas y
las ciudades.
Subíamos por una carretera estrecha llena de curvas.
No había barras laterales protectoras. Íbamos viendo el valle que era cada vez
más profundo. Algunos no querían mirar porque temían el vértigo. Y era para
tenerlo. Oían a los que comentaban la
belleza del paisaje, lleno de arboleda y vegetación.
Llegamos a una llanura. El vehículo paró y aparcó.
Había que seguir el camino a pié. Los puestos de venta sobre informaciones del
lugar y de recuerdos se multiplicaban: cadenas, medallas, postales,
especialmente de Éfeso y sus cercanías, folletos explicativos de monumentos y
ciudades turcas, camisas deportivas... Lo normal en los que aprovechan la
estancia de turistas para ganarse unas liras turcas. Nadie se detuvo. Estábamos
deseando de llegar a nuestro destino.
Poco tuvimos que subir para recibir gratas sorpresas: observamos una
imagen de la Virgen de gran tamaño. Era como la de la medalla milagrosa.
La habían colocado los Padres Paules que en siglos pasados residían y cuidaban
el lugar. Estaba en el centro de una pequeña explanada. Todos nos detuvimos y
tocamos el bronce de aquella hermosa imagen.
A lo largo del camino habían plantado olivos. Los pusieron los Padres
Paules. Era una agradable Avenida que infundía paz. Nosotros nos acercábamos a
los olivos para que su sombra nos librara de los ardientes rayos del sol. Hacía
mucho calor, a pesar de estar en terreno elevado y el suave aire.
– ¡Una iglesia! – gritó alguien.
Todos le miraron. Él señalaba con el brazo diestro extendido hacia el
lugar. No era fácil verla por los árboles frondosos que la rodeaban.
– Es la casa.
Todos nos acercamos para pedirle explicación
razonada. Y el guía volvió a hablar:
– Es la Casa de la Virgen. En las excavaciones que se
hicieron encontraron unos muros que no se han querido derribar para conservar
el edificio antiguo, honrándolo con una verdadera Capilla, erigiéndola encima,
construida con cuidado. En sus
alrededores se encontraron ánforas, esqueletos, utensilios de cocina, y trozos
de ladrillos comparados a los de los monumentos de los primeros siglos de
nuestra era.
No habíamos llegado aún a la cima de la montaña.
Quedaba, según decían, más de un kilómetro de camino. Y nos extrañaba encontrar
aquí lo que debía estar en las cuevas de la cima, que les protegía. Queríamos
saber quién había hecho este cambio. Y nos lo aclaró:
– Cuando las persecuciones a los cristianos dejaron
de ser violentas, especialmente en estos lugares, Juan evangelista le hizo a la
Virgen María una casa en este lugar, abandonando la cueva de la montaña.
Pasamos de la Avenida al Atrio que está ante
la Iglesia. Una pequeña explanada, donde se descubrieron muchas de las cosas
que se usaban en la antigüedad. Ahora nosotros veíamos en su contorno unos
arcos hechos con piedras y ladrillos que pertenecían a viviendas de familias en
los primeros siglos. Eran indicios evidentes. En el centro del Atrio un gran
hoyo, a manera de estanque, que le llaman impluvium, que debería ser
para recoger las aguas porque hallaron una canalización de agua que partía de un manantial junto a la casa. Y
en el lado del camino unos paneles explicando en varios idiomas el espectacular
descubrimiento de este lugar sagrado.
En un lateral de la casa, una Terraza con un
altar. Había sido un terraplén que fue acomodado para las ceremonias al aire
libre. Aquí celebró la Misa el papa Juan Pablo II, el 30 de noviembre de 1979,
ante dos mil fieles, venidos de regiones turcas y de otras naciones.
LA CAPILLA
Emocionados, nos acercamos a la Capilla. Era pequeña. Estaba hecha de
piedra y ladrillos. Aunque sencilla, los muros eran fuertes. Tenía agregada
otra pequeña edificación en el fondo, como si fuera una sacristía. Entramos en
la Capilla. Íbamos de uno en uno. La puerta era con arco de medio punto. Nos
pareció elegante, a pesar de su sencillez. Un pequeño vestíbulo en la entrada.
En el muro de la izquierda del vestíbulo observamos una placa con unos
escritos. Eran fáciles de leer y se comprendían bien. Decía: “Pablo VI, 26 de
julio de 1967. Juan Pablo II, 30 de noviembre de 1979”. Era una placa
conmemorativa de la visita que estos papas hicieron.
Enfrente, sobre el arco de entrada a la Capilla un
grabado en cobre. Contemplando el cuadro nos llegamos a juntar cuatro personas:
un matrimonio, el belga y un español. La mujer dijo algo, que debió ser en
inglés, porque el belga le tradujo al español, y al oído le susurró a éste:
dice que qué es eso. Le contestó: es una referencia a lo que dice el
Apocalipsis, en el capítulo 12 “el dragón persiguió a la mujer que había
parido un hijo varón, pero fuéronle dadas a la mujer dos alas de águila
grande para que volase al desierto,
lejos de la vista de las serpientes”. Abrimos los ojos de admiración,
comprendiendo que se cumplía aquí lo que Juan había escrito.
Dos escalones tuvimos que subir para entrar en la
Capilla. Impresiona. Se siente un recogimiento especial. Enfrente, en un nicho,
la imagen de la Virgen, igual que la que habíamos visto a la entrada de la
Avenida, es decir, como se representa en la medalla milagrosa, con las manos
extendidas. Delante de ella, un altar con todos los preparativos para poder
decir la santa Misa.
En un rincón había una señora, sentada, rezando el
rosario. En el rincón opuesto, un fraile en profunda meditación. En un lateral,
una plataforma de metal con velas encendidas que eran muy pequeñas y finas.
Cogimos velas del cesto y encendimos una. Queríamos perpetuar nuestra presencia
de fe. A la izquierda del altar, en un nicho muy antiguo, se ve una lámpara de
bronce, que había sido ofrecida por el Papa Pablo VI durante su visita a este
lugar el 26 de julio de 1967. Delante del altar una losa negra. Nos informaron
que en las excavaciones habían descubierto losas ennegrecidas por el humo, y
que debajo habían encontrado cenizas. A estas cenizas habían sido atribuidos
algunos milagros reconocidos por la autoridad diocesana. Nos quedamos
pensativos y recordando que aquí estuvieron haciendo oración Pablo VI, Juan
Pablo II, Benedicto XVI...
Oímos una voz: “están esperando”. Comprendimos que
otras personas estaban deseando entrar. A la derecha del altar había una puerta
por donde pensamos se iba a la sacristía. Pero ¡oh, sorpresa! Era la
“habitación de María”. Según la descripción que había hecho Katharina Emmerick
era el “dormitorio de María”. Nos miramos. No pronunciamos palabra por la
emoción. Nos dedicamos a observar. En la pared había, escritos, versículos del
Corán. Extraño para nosotros. El Responsable musulmán de Izmir (Esmirna), a
donde pertenece este lugar, los había mandado poner para manifestar que los
musulmanes también honran y respetan a la “Madre María”, cuyo nombre es
mencionado 34 veces en el Corán.
Salimos entusiasmados de lo que habíamos visto. Nos
sentamos un rato en unos pequeños muros, tomando el aire fresco que nos
regalaban los árboles traspasando sus hojas. Comentábamos la grata visita que
habíamos realizado.
Vimos algunos de los exvotos ofrecidos en
reconocimiento de los favores recibidos, así como un muro, cuyos agujeros y
grietas estaban rellenos de papelitos, en los que el visitante quedaba su
oración y su sentimiento. Esto recuerda lo que se hace en el muro de las
lamentaciones en Jerusalén.
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PRUEBAS DE LA REALIDAD DE LA CASA DE LA VIRGEN MARÍA
Siguiendo las
indicaciones de las revelaciones de Anna Katharina Emmerick, un sacerdote del
colegio del Sagrado Corazón de Esmirna (hoy Izmir) y dos amigos suyos se
aventuraron a buscar por aquellas montañas y encontraron una capilla en ruinas,
semioculta entre los árboles y las rocas. Según la opinión de muchos, ahí vivió
la Virgen María sus últimos años en este mundo. Se encuentra a 80 Kilómetros de
Esmirna, a 7 Km de Éfeso, en el monte Bülbül-Dag (El monte del Ruiseñor),
a 380 metros sobre el nivel del mar.
¿Quién era ANNA
KATHARINA EMMERICK?
Anna nació el 8 de
Septiembre de 1774 en las cercanías de Flamschen cerca de la ciudad de
Coesfeld. Se crió en unión de 9 hermanos. Desde su niñez tenía que ayudar en la
casa y en el trabajo del campo. Su asistencia escolar fue corta. Ya a su edad
temprana, los padres y todos los que la
conocían se daban cuenta de que se sentía atraída a la oración y a la vida
religiosa de una forma extraordinaria.
Anna Katharina
Emmerick abrigaba el anhelo de entrar en un convento. Acudió a varios. Pero no
era admitida. El motivo principal era la falta de la dote. Seguía trabajando en
diversos oficios, especialmente en la costura y en el servicio en las casas.
Por fin, en 1802,
pudo entrar en el convento de Agnetenberg de la ciudad de Dülmen. En la vida de
comunidad daba un ejemplo admirable en su cumplimiento. Enfermaba con
frecuencia y tenía grandes dolores.
En 1811 el Convento
fue abandonado a consecuencia de la secularización. Un sacerdote refugiado de
Francia, que vivía en Dülmen, la recibió como ama de casa. Pero poco después
enfermó y tuvo que permanecer en la cama con grandes dolores, hasta su muerte.
Durante este tiempo recibió los estigmas. Los dolores de los estigmas los había
sufrido ya desde hacía mucho tiempo. El hecho de que llevara los estigmas de
Cristo, no podía quedarse oculto. El Dr. Franz Wesener, un médico joven, la
visitó y quedó impresionado. Se convirtió en un amigo fiel y ha conservado un
diario con multitud de detalles.
Anna Katharina era
sumamente caritativa. Donde veía una necesidad, intentaba ayudar. Muy devota de
la Virgen María, a quien le tenía una veneración ardiente.
Muchos
personajes famosos buscaban su encuentro. Una importancia especial la alcanzó
el encuentro con Clemens Bretano (1778-1842) poeta del romanticismo alemán. De
su primera visita en 1818 surgió una permanencia de 5 años en Dülmen,
convirtiéndose en su secretario. Cada día visitaba a Anna Katharina y tomaba
notas de lo que iba diciendo en sus revelaciones. Lo que publicó más tarde.
En verano de 1823
Anna Katharina se debilitó mucho. Falleció el 9 de febrero de 1824. Años
después vieron el cajón de su cadáver y se encontró en perfecto estado.
Los libros que
escribió Clemens Brentano fueron dos: “La Dolorosa Pasión de Nuestro Señor
Jesucristo”. En sus relatos se inspiro Mel Gibson para hacer la película “La Pasión de Cristo”.
El otro libro se
titula “La vida de la Virgen María según
las revelaciones de Anna Katharina Emmerick”. En él relata con descripciones
extraordinariamente precisas de hechos, de lugares y personas que la enferma no
había podido conocer de ninguna manera. Esto provocó en primer lugar la
curiosidad, después la admiración y el interés, no solamente en la opinión
pública sino también de algunos intelectuales.
En ese libro se escribe:
“Después de la Ascensión de Cristo, María
vivió tres años en Sión, tres años en Betania y nueve en Éfeso, a donde Juan la
había llevado poco tiempo después de que los judíos hubieran abandonado en el
mar a Lázaro y a su hermana.
María no vivía en el mismo Éfeso sino en sus alrededores, donde algunas mujeres de
entre sus más allegados se habían instalado ya. La residencia de María se
encontraba a unas tres leguas y media de Éfeso, viniendo de Jerusalén, sobre
una montaña a la izquierda.
Al sur de Éfeso,
unos senderos conducen a una montaña cubierta de vegetación. Cerca de la
cima de la montaña se encuentra una llanura accidentada, recubierta asimismo de
vegetación, de un perímetro de media legua, donde se afincaba dicha
instalación.
Se trata de un paraje solitario, con numerosas
colinas fértiles y no muy abruptas, en las que se encuentran pequeñas cuevas
rocosas entre extensiones de arena, agreste pero cultivable, con muchos árboles
de troncos lisos, que con sus formas piramidales sombrean el lugar.
Numerosas familias cristianas y santas mujeres vivían
ya en este paraje, algunas, en cuevas subterráneas y rocosas a las que se
adosaban habitáculos en madera a modo de habitaciones, y el resto en frágiles
tiendas de lona. San Juan, tras haberle hecho construir la casa, llevó allí a
la Virgen. Estos cristianos se habían refugiado en la zona antes de la gran
persecución. Como dichos cristianos
habían aprovechado a modo de vivienda tanto las cuevas como los abrigos que les
ofrecía la naturaleza, sus hogares estaban bastante aislados y la mayor parte
se encontraban separados entre ellos por una distancia de un cuarto de legua.
El conjunto tenía el aspecto de unos caseríos aislados en el campo.
Sólo la casa de la Virgen estaba hecha de piedra. Un
caminito que pasaba por detrás de la casa, conducía hasta la cima rocosa de la
montaña, desde la que se divisaban, por encima de las colinas y los árboles,
Éfeso y el mar con sus numerosas islas. El lugar está más cerca del mar que
Éfeso, que se encuentra alejado varias leguas de la costa. El paraje solitario
y retirado”.
PRIMERA NARRACIÓN DEL DESCUBRIMIENTO
Las Hijas de la Caridad tenían a su cargo el Hospital
Francés de Esmirna y leían este libro de la Virgen en el refectorio, mientras
comían. Les decía misa los Padres Paules que eran profesores del Sagrado
Corazón de Esmirna. Estos padres decidieron comprobar la verdad de estas
revelaciones. Uno de ellos, el padre Poulin cuenta lo que sucedió en aquellos
días de la siguiente manera:
“Hacia la mitad del mes de Noviembre de 1890, caía en
las manos de algunos sacerdotes que residían en Esmirna la Vida de la Virgen de Katharina
Emmerick. Dichos sacerdotes, que es preciso confesar que no estaban muy bien
predispuestos a aceptar las pretendidas
revelaciones, leyeron sin embargo el libro.
Su sorpresa fue grande al encontrar, en lugar de las
fantasías que ellos esperaban, un texto lleno de sencillez, candor, veracidad y
sentido común.
Hicieron partícipes de su lectura a cuantos le rodeaban. Se suscitaron a raíz
de ello interesantes y prolongadas discusiones en las que unos, la mayoría,
criticaban con labia y humor; y otros – los que habían leído el libro – replicaban
con paciencia infatigable que sin
delimitar la cuestión de fondo, había al menos tres méritos que no se podían
negar a las visiones de Katharina Emmerick: El de la buena fe, el de la piedad
y, finalmente, el de no introducir nada que no pudiera cuadrar perfectamente en
los datos del Evangelio.
En los dos últimos capítulos, la vidente nos cuenta
cómo la Virgen residió en Éfeso, o mejor dicho, en los alrededores de Éfeso, en
una casa construida para ella por San Juan. Y allí mismo describe con mil detalles,
no tan solo las características de la casa, sino también la de los alrededores,
la orientación, las distancias, etc.
Ante esta lectura no hubo más que una voz en los dos
bandos: ¡Es preciso ir a comprobarlo!... Y, efectivamente, se tomó la decisión
de ir y ver. No podía, en efecto,
presentarse mejor ocasión, tanto para los que deseaban atrapar a la
vidente en flagrante delito de falsedad, como para los que querían probar su
veracidad hasta el extremo de la evidencia.
El más escéptico de los oponentes – que no el menos
competente en la materia – fue encargado de organizar la expedición: el padre
Jung.
Tomó consigo a otro sacerdote, un antiguo soldado de
1870 que, como él mismo, tampoco creía mucho en las “revelaciones de Katharina,
un sirviente para llevar el equipaje, un obrero de los ferrocarriles, y partió,
firmemente decidido a inspeccionar toda la montaña para dejar bien sentado que
no había en ella nada de lo que se suponía, y terminar de una vez para siempre,
como él decía, con esas ´fantasías de mujer`... Pero vamos a comprobar cómo
ocurrió todo lo contrario.
El 29 de julio de 1891, miércoles, día dedicado a San
José y festividad de Santa Marta, se internaron resueltamente en la montaña con
la brújula en la mano y avanzando rectamente en la dirección señalada por Anna
Katherina Emmerick...
Finalmente, hacia las 11 de la mañana consiguieron
alcanzar una llanura en cuyo remate se encontraba una plantación de tabaco en
la que trabajaban algunas mujeres.
En otras circunstancias, la vista de estas mujeres y
del campo del cultivo no les hubiera llamado mayormente la atención, vencidos
por la fatiga y muertos de sed y calor, no tuvieron más que un solo pensamiento
y una sola palabra: ¡agua!
–Se nos ha acabado el agua, respondieron las mujeres,
pero, allá abajo, en el ´monasteri` hay una fuente – y les señalaron con la
mano una arboleda durante unos diez minutos del lugar en el que se hallaban, en
cuya dirección se pusieron a correr.
¡Cuál no sería su sorpresa, cuando al acercarse a la
fuente descubrieron a pocos pasos, ocultas por unos grandes árboles, algo así
como las ruinas de una casa antigua o capilla!
De repente un pensamiento en sus mentes. El campo que
acababan de atravesar... estas antiguas ruinas... el nombre de ´Panaya Kapulu`
(Puerta de la Virgen) con el que se denominaba al lugar... estas rocas cortadas
a pico... la montaña que se alzaba a sus espaldas... el mar que se divisaba
entre ellos en la lejanía... ¿Cómo? ¿Habremos ido a parar sin saberlo, al lugar
que buscábamos?... La emoción era intensa. ¡Rápido! ¡Hay que cerciorarse!.
Katharina Emmerick había dicho que desde la cima de
la montaña que alberga la casa, se divisa a un lado Éfeso y al otro, el mar,
más cercano a este punto que a Éfeso.
Olvidando cansancio, calor y sed, treparon, corrieron,
y llegaron a la cumbre de la montaña. Toda posible duda se desvaneció. A la
izquierda se levantaba ´Aya Solouk`, el Prion y la llanura de Éfeso que la
rodeaba en forma de herradura, y a la izquierda, el mar, no muy lejano con la
isla de Samos al fondo.
Sería difícil de explicar la sorpresa y la alegría
que embargaba a nuestros exploradores.
No obstante, era necesario no dejarse llevar por las
simples apariencias. Había que asegurarse bien antes de emitir un juicio, antes
incluso de hablar.
Los dos días siguientes se emplearon en examinar la
casa, el terreno, la orientación, los lugares vecinos... Tras estos dos días de
examen, la convicción era total. El grupo regresó entonces a Esmirna a dar
parte tanto a amigos como a ´enemigos` de su sorprendente descubrimiento.
Quince días después, el trece de agosto, se emprendió una segunda expedición a
los mismos lugares para comprobar el informe de la primera. Se pudo constatar
la exactitud de lo que habían afirmado los integrantes de la primera
expedición, e incluso se aportaron algunos detalles nuevos, favorables, que se
habían escapado a la observación del primer equipo.
Entre el 19 y el 25 de agosto tuvo lugar la tercera
expedición, integrada por el jefe de la primera y cuatro o cinco laicos de
vasta cultura y formación. Esta última expedición permaneció toda una semana
sobre el terreno: midiendo, dibujando, fotografiando y señalando con la mayor
exactitud posible todo lo que veían aunque pareciera de mínima importancia.
Tras seis días de labor regresaron a Esmirna con planos, mapas, mediciones,
dibujos y fotografías, pero sobre todo, con el pleno convencimiento de que
habían encontrado lo que buscaban y de que no había, pues, necesidad de ir a
buscarlo en otro lugar.
Digamos igualmente que la autoridad diocesana se
pronunció, consagrando de alguna manera con su propio testimonio todo aquello
de lo que ya habían dado fe los precedentes, y dándoles por el carácter oficial
de su palabra el último sello de veracidad y de autenticidad.
El jueves día 1 de diciembre de 1892, Monseñor
Timoni, Arzobispo de Esmirna, de la que depende Éfeso, queriendo apreciar por
sí mismo la exactitud de los informes que, de diversas fuentes le habían hecho
llegar, se personó en el lugar en compañía de una docena de notables, tanto laicos
como eclesiásticos. Después de haber observado atentamente con sus propios
ojos, Su Ilustrísima reconoció, como lo había hecho todo el mundo, que existía
una innegable semejanza entre la casa de ´Panoya Kapulu` y la descrita por
Katharina Emmerick, no dudando en consignar el echo mediante un proceso verbal
público y Oficial.
Había llegado el momento de decir al mundo cristiano:
¿No es acaso lo que aquí se ha encontrado, la casa en
la que habitó la Santísima Virgen María durante su estancia en Éfeso?”.
NOTA: El relato está tomado del folleto publicado en
Esmirna por Jorj Abajoli Maatbacilik.
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LA GRAN METRÓPOLIS
Volvimos de la visita a la CASA DE MARÍA recorriendo
el mismo camino y montamos en el autobús, serpenteando aquellas peligrosas
vueltas hasta llegar a Éfeso.
Apenas comenzamos a caminar por la metrópolis nos
dimos cuenta de la gran cantidad de piezas que existía por aquellos terrenos:
trozos de columnas, de capiteles, de estatuas muy mutiladas y muchos otros
elementos que estaban mezclados con la tierra y la hierba. Algunas columnas se
contemplaban enteras con sus capiteles, porque las habían armado con sus trozos
para que el visitante pueda darse cuenta del arte que suponía.
Sin embargo vimos los restos de grandes casas y palacios,
monumentos adornados con mármoles, mosaicos, estatuas, bustos y frescos, que,
aunque muy dañados, se podía comprender la grandiosidad de la ciudad con esos
elementos que aún quedaban. Ciudad que llegó a tener más de doscientos mil
habitantes. Y que había sido la más importante de todo el mundo romano por su
vida científica y cultural.
El Pritáneo, que era el centro religioso y
administrativo de la Ciudad, que cumplía la función parecida a la que tienen
hoy nuestros Ayuntamientos.
La Vía de los Curetos. Éstos solían representar
teatralmente, en ciertas épocas del año, el nacimiento de la diosa Artemisa.
La Fuente de Trajano, rodeada de estatuas.
Las Termas de Escolastiquia, que tenían mucha
importancia para la ciudad. Con baños públicos y baños para las clases
pudientes.
El Templo de Adriano, sobre los frisos se ven
talladas la historia de Éfeso, las amazonas y una procesión ceremonial de
Dionisio. Las grandes casas de las laderas, junto a las cuales estaba el Odeón,
el pequeño teatro.
La biblioteca de Celso. Edificio
monumental, en donde se custodiaban los rollos de libros.
El Ágora estatal, que es de grandes dimensiones. Tiene 111 metros de
largo en cada lado.
El gran teatro. El más grande entre los antiguos teatros existentes,
tiene una capacidad para 24.000 espectadores.
La Iglesia de la Virgen. Fue la primera iglesia consagrada a María. Es
llamada también Iglesia del Concilio, basílica en donde se celebró el Concilio
el año 431, proclamando a la Virgen María “Madre de Dios”.
El estadio, que tiene forma de herradura y mide 230
m. de largo por 30m de ancho.
La caverna de los siete durmientes, en donde vivieron
unos santos monjes. Tiene Iglesia.
Templo de Artemisa. Se ven algunos restos en donde
dicen estuvo el tempo de Artemisa, que en aquella época era una de las siete
maravillas del mundo.
La Iglesia de san Juan. A la muerte del apóstol, se
construyo sobre su tumba esta hermosa basílica. Durante la edad media
centenares de peregrinos visitaron este lugar debido a la creencia de que salía
polvo milagroso de una ventanilla horizontal encima de la cámara funeraria.
Habíamos terminado la vista a la metrópolis. Tardamos
dos horas en recorrerla. El autobús nos esperaba para volver a nuestro destino.
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