D. DOROTEO EN SU TIERRA
Una cuñada del obispo D. Doroteo Fernández, que vivía
en Santander, venía a Badajoz temporadas y ayudaba a las religiosas en el
cuidado de la enfermedad del obispo, asistiéndolo en todo lo que podía.
Ella mostraba el deseo de llevarlo a Santander. Pero
D. Doroteo no hacía caso. Sus oídos quedaban sordos cuando se le comunicaba
este deseo.
Un día del mes
de junio de 1987 vino D. Carlos Revilla, un
sacerdote que estaba al cuidado del Cementerio de
Santander y lo tenía como buen amigo. Era también muy amigo de la cuñada. Le
dijo a Don Doroteo:
– Botín, el director del Banco de Santander, ha hecho
una Residencia para sacerdotes ancianos y enfermos en la ciudad de Santander.
Podría ir allí.
A D. Doroteo se le abrieron los ojos como dos soles
resplandecientes. Su aspecto parecía rejuvenecer. Conocía al Sr. Botín. Lo
admiraba en su trabajo. Muchas veces
habían estado juntos, cuando regentaba en la diócesis cántabra.
Se le comunicó a D. Antonio Montero, actual obispo de
Badajoz. En muchas ocasiones iba a verlo y le informaba de los nuevos
pormenores de la diócesis. Ahora tenía un motivo especial: Conocer su voluntad
de marchar a Santander.
Frente a frente los dos obispos, sentados en ambas
sillas, mientras nosotros esperábamos de pie. Le preguntó si quería ir a esa
Residencia del Sr. Botín, que lo manifestara con un movimiento de cabeza o como
gustase. Los que estábamos presentes, esperábamos con ansiedad
su deseo. D. Doroteo movió la cabeza de arriba abajo. Su respuesta era
afirmativa.
Hicimos todos los preparativos. Se escribió a
Santander. La Residencia se llamaba “San Cándido”.
Mis encuentros con él en Santander.
Yo iba con frecuencia a verlo a la “Residencia San
Cándido”, conduciendo el coche. El viaje es largo desde Badajoz. Pero se hace
con ilusión. Salgo por la mañana temprano y llego por la tarde antes que el sol
desaparezca. En el encuentro con él, las emociones son espectaculares. La
primera vez que fui, (dos semanas después de marchar él a Santander), al llegar
a “la Residencia San Cándido”, me condujeron a la habitación en donde tenía su
aposento. Me esperaba. Se abrazó a mí gran rato. Lloraba. Ante aquella
situación embarazosa se me ocurrió una de mis bromas:
Don Doroteo ¡que nos va a ver una monja y va a pensar
algo no agradable!
Lanzó una carcajada. Cuando terminó de reírse, me
enseñó su cuarto de aseo. Estaba bien equipado para personas inválidas. Vi su
dormitorio, sencillo pero bueno y bien preparado; la silla donde se sentaba y
la máquina de escribir sobre una mesita. Tenía preparado unas notas que le
había escrito el cura Carlos, intentando interpretar su deseo. Siempre eran
encargos que me daba y deseos de saber sobre los que más le habían tratado.
Le contaba yo las cosas importantes que ocurren en la
diócesis. Lo que sucedía y lo que se proyectaba. Le hablaba de las personas que
me daban saludos para él. Gozaba.
Aquel abrazo emocionado, que se repetiría en las
restantes visitas, y aquel gozo en oír los sucesos y curiosidades de Badajoz,
revelaban la nostalgia que sentía en el alma como una punzada, pregonaban los
encendidos deseos que tenía de visitar la ciudad y presentiría que iba a ser
para dormir definitivamente en el lugar que él mismo había elegido: La Catedral
pacense.
Sentimiento muy humano el de querer volver a la tierra de uno.
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