miércoles, 23 de enero de 2019

D. Doroteo en su tierra






D. DOROTEO EN SU TIERRA



Una cuñada del obispo D. Doroteo Fernández, que vivía en Santander, venía a Badajoz temporadas y ayudaba a las religiosas en el cuidado de la enfermedad del obispo, asistiéndolo en todo lo que podía.

Ella mostraba el deseo de llevarlo a Santander. Pero D. Doroteo no hacía caso. Sus oídos quedaban sordos cuando se le comunicaba este deseo.


Un día del mes de junio de 1987 vino D. Carlos Revilla, un  sacerdote que estaba al cuidado del Cementerio de Santander y lo tenía como buen amigo. Era también muy amigo de la cuñada. Le dijo a Don Doroteo:

– Botín, el director del Banco de Santander, ha hecho una Residencia para sacerdotes ancianos y enfermos en la ciudad de Santander. Podría ir allí.

A D. Doroteo se le abrieron los ojos como dos soles resplandecientes. Su aspecto parecía rejuvenecer. Conocía al Sr. Botín. Lo admiraba en su trabajo. Muchas veces  habían estado juntos, cuando regentaba en la diócesis cántabra.

Se le comunicó a D. Antonio Montero, actual obispo de Badajoz. En muchas ocasiones iba a verlo y le informaba de los nuevos pormenores de la diócesis. Ahora tenía un motivo especial: Conocer su voluntad de marchar a Santander.

Frente a frente los dos obispos, sentados en ambas sillas, mientras nosotros esperábamos de pie. Le preguntó si quería ir a esa Residencia del Sr. Botín, que lo manifestara con un movimiento de cabeza o como gustase. Los que estábamos presentes, esperábamos con  ansiedad  su deseo. D. Doroteo movió la cabeza de arriba abajo. Su respuesta era afirmativa.

Hicimos todos los preparativos. Se escribió a Santander. La Residencia se llamaba “San Cándido”.


Mis encuentros con él en Santander.

Yo iba con frecuencia a verlo a la “Residencia San Cándido”, conduciendo el coche. El viaje es largo desde Badajoz. Pero se hace con ilusión. Salgo por la mañana temprano y llego por la tarde antes que el sol desaparezca. En el encuentro con él, las emociones son espectaculares. La primera vez que fui, (dos semanas después de marchar él a Santander), al llegar a “la Residencia San Cándido”, me condujeron a la habitación en donde tenía su aposento. Me esperaba. Se abrazó a mí gran rato. Lloraba. Ante aquella situación embarazosa se me ocurrió una de mis bromas:

Don Doroteo ¡que nos va a ver una monja y va a pensar algo no agradable!
Lanzó una carcajada. Cuando terminó de reírse, me enseñó su cuarto de aseo. Estaba bien equipado para personas inválidas. Vi su dormitorio, sencillo pero bueno y bien preparado; la silla donde se sentaba y la máquina de escribir sobre una mesita. Tenía preparado unas notas que le había escrito el cura Carlos, intentando interpretar su deseo. Siempre eran encargos que me daba y deseos de saber sobre los que más le habían tratado.

Le contaba yo las cosas importantes que ocurren en la diócesis. Lo que sucedía y lo que se proyectaba. Le hablaba de las personas que me daban saludos para él. Gozaba.

Aquel abrazo emocionado, que se repetiría en las restantes visitas, y aquel gozo en oír los sucesos y curiosidades de Badajoz, revelaban la nostalgia que sentía en el alma como una punzada, pregonaban los encendidos deseos que tenía de visitar la ciudad y presentiría que iba a ser para dormir definitivamente en el lugar que él mismo había elegido: La Catedral pacense.

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